Luisa Camañes Monserrate
Portell: usos y costumbres, desde el siglo XIX al XX (1990)
EL VELATORIO (pp.45-47)
Muchas masías tenían un sitio destinado, visible de la otra masía, (y) en él tendían una sábana blanca: esto era el señal de algún fallecimiento. Pronto, la noticia pasaría de unos a otros. Era muy concurrido: muchos acudían para hacerles compañía toda la noche. Se les daba de cenar y, a media noche, se les ofrecía galletas, chocolate, vino y aguardiente.
Los más allegados a la familia ya habían acudido para ayudar; se mataba un cordero, pollos o conejos. Era la manera de dar las gracias a quien les honraba con su grata compañía.
Igualmente, en el pueblo, cuando una persona terminaba de fallecer, para ciertas personas les esperaba una gran tarea. Si era mujer, tenían que coserle la mortaja: era una túnica negra con una capa muy parecida a la de la Virgen de los Dolores. Aunque fuera media noche, había que llamar a la modista, que apresuradamente dejaba la cama. Se precisaba la tela, que se iba a buscar a casa de Miguel Mestre 'Campana', que dejaban también el lecho para servir al cliente. La cosedora de muchos años fue Clemencia Segura, y no sólo cosía la mortaja sino que ayudaba a vestir a la difunta. A esta señora, muchos somos los hijos de Portell que tenemos que agradecerle estos penosos trabajos. Además de que prestaba un gran servicio, no cobraba; lo hacía desinteresadamente.
Otra cosa importante era avisar al carpintero, que sería Miguel 'de Pardalero' [Miguel Ferrer Castell] o Tomás 'de Placeta' [Tomás Monfort]. Cualquiera que fuera, tenía que tomar medidas al muerto. Toda la noche se la pasaría cepillando maderas y dándole el modelo deseado. La madera era de pino, luego la pintaban con un tinte negro, para una persona mayor, y blanca si era de corta edad. Unas cintas de cartón doradas y otras plateadas bordearían los remates de la caja mortuoria. Con estos mismos adornos se formaba una cruz para embellecerlas.
El difunto no se ponía en la caja hasta un cuarto de hora antes del entierro. Si era (el difunto) de una masía, era transportado a lomos de una caballería, distancia que podía ser de una hora a dos. Por lo general, los entierros se celebraban por la mañana. Cuesta arriba y cuesta abajo, tenía que soportar el féretro, los golpes del balanceo que la caballería hacía con su caminar.
El sacristán estaba atento y, cuando a lo lejos se divisaba la comitiva, se tocaba el primer toque de campanas, avisando a los vecinos del pueblo que el féretro estaba llegando.
Hasta los años 1935, los hombres, en los entierros, aún vestían con capa negra y sombrero; las mujeres y niños, todos también de negro. Nadie podía ir a un entierro si no era así. Unas mantillas gordas cubrían la cabeza de la mujer. Ver un entierro, y más de masoveros, era un acontecimiento que no se veía todos los días. La chiquillería se acercaba junto a los caminos, para presenciar el ataúd; el resto era todo negro, que de uno en uno seguían por aquel estrecho camino.
Hoy, todo ha cambiado; nadie muere en la masía y, si esto ocurriera, se llevaría en coche, ya que las pistas sustituyeron a los caminos, y los coches y tractores funcionan por todas partes. Salvo la propia familia, nadie viste de luto, ni se usa la mortaja.
[CAMAÑES, Luisa (1990): Portell. Usos y costumbres, desde el siglo XIX al XX. Impr. en Gráficas Aparici. Castellón.)
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Recopilació bibliogràfica i transcripcions de Jacint Cerdà