Luisa Camañes Monserrate

(4 de març de 1922 - 21 de gener de 2009)


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Mis Memorias (1992)

Mis memorias unidas a las costumbres de un pueblo que me vio nacer, en un cuatro de marzo de 1922. Las dedico para aquellas personas que al ir conociendo el resumen de mi vida, por medio de estas líneas, sepan leerlas con el mismo afecto como han sido escritas y especialmente a mis nietos y nietas, habidos y por haber, para que con mi narración los transporte imaginariamente a un pasado que fue escenario de una supervivencia completamente distinta a la que ellos están viviendo, y sepan comprender que el pasado no muere. La sangre que corre por vuestras venas, es parte de mi sangre, y muchas de mis ideas serán también las vuestras. Es la herencia que no se despilfarra porque está dentro de nosotros mismos, y siempre quedará en vuestro corazón un pequeño vacío para guardar un recuerdo a la que siempre os quiso. Luisa.

CAPÍTULO 1

ABRIL, 1983. Desde la amplia terraza de mi apartamento contemplo sola y en silencio, ese mar azul que refleja junto a la escollera. Un aire primaveral hace sentir más la brisa del mar. Los primeros bañistas hacen su aparición, aprovechando estas vacaciones de Semana Santa. Yo me siento feliz, admirando el paisaje que me rodea, situada en esta bonita playa, frente al Torreón, denominada Villas de Benicasim. Donde se levantan palmeras y abetos. Una variedad de flores y arbustos que hacen una vista panorámica con el resplandor del sol, reflejado en el agua.

Rompe el silencio el ir y venir de los coches que como un hervidero, nos movemos todos de un lado a otro. El tiempo en que vivimos, nos hace separar de los seres queridos, cada uno por su lado, quiere vivir su propia vida. Visitando nuevos lugares, y conocer otro ambiente. Por eso, cuando esta mañana me he despertado, sola y en silencio, corre mi imaginación. ¿Pensando en el futuro? ¡No! Después de haber cumplido los sesenta años, solo te hace feliz el presente y los buenos recuerdos del pasado. Quizá hubiéramos podido hacer cosas mejores, y no las hicimos, somos mortales y no podemos ser perfectos. Pero yo, en este vivir de cada día, doy gracias a Dios, porque he sabido soportar con resignación todos los reveses del destino.

A veces, siento nostalgia del pasado. Mas, en este día primaveral, contemplando ese mar azul, cierro los ojos y recuerdo mi infancia, viviendo en mi memoria los primeros años de mi vida.

CAPÍTULO 2

Nací en un pequeño y mísero pueblecito de montaña (Portell de Morella). Fui la tercera de mis hermanas. Me pusieron de nombre Luisa, como mi abuela paterna. Podemos imaginarnos el desencanto de mis padres, cuando esperaban un varón y les vino otra niña. Poco duró esta desilusión. Mis hermana s: Rosalía, de doce años y Monserrat, de diez. Fui la alegría de ambas. Para ellas, una muñeca de carne y hueso, y un juguete para todos.

A los cinco años ya recité mi primera poesía para dar la bienvenida al señor obispo, que de eso se encargaban los señores maestros. Cuando en la escuela se preparaban para festejar algún acontecimiento, por imprevisto que fuera, yo me aprendía las cosas en menos de veinticuatro horas. Sin embargo, a pesar de esto, más tarde no fui una buena estudiante. Eso sí, mostré interés por cuantas cosas pasaban a mi alrededor. Por eso, cuando mis padres cambiaron unos telares por otros diferentes, a mis seis años ya me obsesioné por ellos. A los doce ya sabía de ellos todo lo que se podía aprender, ignorando que la superación de estas máquinas sería el reto de toda mi vida.

CAPÍTULO 3

Volviendo a mi infancia, recuerdo unas calles todas empedradas y resbaladizas, un pueblo sin luz, ni carretera. Las casas construidas, de dos o tres plantas. En la primera se guardaba el mulo, o el asno, que es el que daba la bienvenida al visitante con su rebuznar, asomando la cabeza en la primera puerta. En la otra estancia había un telar de madera que tejía fajas, donde la mujer aportaría los únicos ingresos para comprar ropa y otros menesteres a sus hijos.

Cuando amanecía el día, sonaban las campanas anunciando la oración de la mañana. Un poco más tarde, sonaba el "tolón, tolón" de una esquila, manejada por un hombre que rondaba las calles; era el toque de la dula. Todas las caballerías que no tenían trabajo, salían al campo a pastar, vigilados por un pastor elegido por el pueblo. Se reunían en la puerta del Calvario o en la plaza; eran los únicos transeúntes. No había coches. Regresaban al atardecer y los niños gritábamos: "¡ya viene la dula, ya viene la dula!" Era el final de la hora de jugar. Para entonces, los padres querían tenernos en casa.

Los niños, en aquel entonces, a los nueve años, ya trabajaban en los quehaceres del campo, y a recoger estiércol. Yo, en esa misma edad, cuando salía del colegio, a las cuatro de la tarde, aprendí a urdir en la fábrica trabajando cuatro horas diarias.

El reloj marcaba la hora solar. La gente de campo casi nadie necesitaba reloj. Cuando amanecía el día, se levantaban, y cuando se hacía de noche, se acostaban. En mi casa nos acostábamos sobre las diez de la noche. A las ocho se paraba la fábrica. Mi madre ya nos tenía preparada la cena, y mi padre había puesto un montón de leña al fuego, si era invierno, y con la mesa junto a la chimenea, quedábamos la familia reunida, agradeciendo el descanso y compartiendo una buena armonía. Alguna noche jugaba a las cartas con mi madre.

Yo dormía en una habitación que daba a la calle. Por la mañana, antes de levantarme, recuerdo el belar de las ovejas, las pisadas de los mulos, y la voz del tendero gritando por las calles: "el sardinero, ¿quien compra?". Oía el ruido sordo que hacían las puertas de madera y el zumbido del picaporte al abrirse por la dueña de la casa, para comprar aquellas sardinas saladas que servían de almuerzo. Son detalles de las costumbres que se gravaron en mi infancia (y) que nunca olvidaré.

También recuerdo aquellas mujeres que, a pesar de no tener más de cuarenta años, parecían viejas por el modo de vestirse, y demacradas por el trabajo del campo. Sin embargo, mi madre, en esa época era distinta. Tenía un porte distinguido y conservaba su lozanía y su juventud. Siempre vistió diferente a la usanza del pueblo, y con su expresión y su firmeza reflejaba todo su talento. Mi padre era todo lo contrario: un hombre tranquilo y bonachón, querido de todos. Pero el cerebro de la casa era mi madre. Él no sabía dar un paso sin que ella le aconsejara y le diera su parecer. Pero trabajaban juntos y formábamos un hogar feliz. Por eso son tantas las cosas que me recuerda mi niñez. Aquellos leños tan grandes, que chisporroteaban en la chimenea, o cuando todos nos agrupábamos junto al fuego, después de contemplar aquella gran nevada que nos tenía incomunicados varios días del resto del mundo. Mi madre, mientras zurcía los calcetines y las medias, aprovechando la velada, nos relataba su infancia, bien distinta de la mía.

CAPÍTULO 4

Mi madre había nacido en una masía de la provincia de Teruel (La Palanca) [Cantavieja]. La vivienda estaba junto a una huerta rodeada de perales y manzanos. Un río que bordeaba la finca y una parra que se enredaba por toda la fachada. Desde allí podías contemplar los pinos en lo alto de la montaña y los grandes chopos en el valle, junto a las corrientes de aguas. (Hoy esta finca está lejos de aquella realidad: se secaron los perales, los manzanos y la parra, y su aspecto es sombrío.) Su niñez era feliz, junto a sus padres y sus seis hermanos. Juntos corrían por el monte, guardaban las cabras y las ordeñaban para beberse la leche. Pero un mal día el padre enfermó y murió poco después. Fue un duro golpe para todos. Mi madre era la más pequeña de los hermanos y se la llevó una tía hermana de su madre que no tenía hijos, así es que, a sus siete años, sintió la amargura de separarse de sus hermanos, y la añoranza de las caricias de su madre. Sus tíos la trataban bien. Eran cariñosos. Pero aquella quietud, junto a los dos viejos, era tan distinta a su vida anterior (carcajadas, peleas, jolgorios), que tanto silencio la llenaban de tristeza. Sola en su habitación lloraba por las noches. Poco a poco fue adaptándose a su destino (y) tomó cariño a sus tíos porque a su madre la veía muy poco. Así fue pasando hasta sus once años. Era la primera en el colegio. Tenía amigas. Ya se había amoldado a su nueva vida. Los tíos estaban en buena posición económica.

Mi abuela se había vuelto a casar, buscando en el marido, un hombre que le administrara las tierras, y sacar la casa adelante. Fue una gran equivocación. Sus hijos, tanto como iban haciéndose mayores, no podían soportar los malos tratos del padrastro, y se marcharon a buscar trabajo a Barcelona. Mientras, mi madre quería cada vez más a sus bienhechores. Se sentía como una propia hija y recibió de ellos una buena educación. Pero el destino le reservaba otra triste sorpresa, dándole un cambio brusco a su vida. Sus tíos tenían otra sobrina, cuatro años mayor que ella, y ambicionando la herencia que estos podían tener, se las ingenió para embaucar a los tíos, desprestigiando las cualidades de mi madre, que por su corta edad nada comprendía. Los viejos se convencieron (de) que con la sobrina mayor estarían mejor atendidos, sin pensar en el daño que harían a la que los quería como a unos padres. Descargaron su conciencia comunicándole que como la habían recogido de pequeña haciendo por ella cuando más los necesitaba. Ahora ya tenía edad de valerse por sí misma, y la mandaron a Barcelona para que sus hermanos la colocaran en alguna parte. Fue otro golpe duro para su temprana edad.

A sus doce años emprendió viaje a Barcelona, donde en la estación la esperaban sus hermanos Bruno, Luis, Ernesto y Miguela. Le habían buscado una casa para ocupar el puesto de sirvienta. Nunca olvidó la tristeza que experimentó en aquel cambio. Un pueblo tranquilo por el bullicio de una gran ciudad. Una familia, una casa y un colegio por los quehaceres y exigencias de aquellos señores, unas personas extrañas que mandaban y exigían sin ninguna consideración. Tenía que superarse, aprender las cosas para que no la despidieran. Cuando por la noche se quedaba sola en su cuarto, lloraba de desesperación y de miedo. Sólo el domingo por la tarde podía ver a sus hermanos que, mayores que ella, le animaban y le alegraban. Con ellos visitó el parque del Tibidabo, y juntos recordaban los días de su infancia.

Habían pasado cuatro años desde su llegada a la Ciudad Condal. Ya había cumplido dieciséis años.

Mi madre se llamaba Silvestra. Nunca le gustó ese nombre, así que cuando llegó por primera vez a Barcelona, dio su segundo nombre de pila, que si bien es verdad que tampoco le gustaba mucho, le parecía un poco mejor: Inocencia.

Dos hermanos se habían independizado y pusieron por su cuenta una tienda de ultramarinos. Mi madre se salió de sirvienta para ayudar a sus hermanos. Vivían juntos y se llevaban muy bien. Pasaron otros dos años. Ya tenía dieciocho y su primer amor. Se sentía enamorada y le correspondía.

Mientras tanto, sus tíos, con los que convivió su infancia en el pueblo, estaban pasando un drama familiar. Aquella sobrina que le usurpó el puesto, ya no tenía con ellos la amabilidad de los primeros tiempos y muy pronto comprendieron que lo único que le interesaba es que la dejaran heredera. Esto enfrió las relaciones entre tíos y sobrina. Pero los acontecimientos se adelantaron cuando esta sobrina, que había quedado embarazada (no se supo de quien), quiso ocultarlo y tuvo un niño que lo abandonó adentro de un cesto a la puerta de una casa de campo, siendo cómplice un hermano. En un pueblo pequeño no se puede ocultar una cosa tan grande, y cuando salió a la luz, los tíos se llevaron un gran disgusto. Más que la deshonra era, abandonar a un niño. No quisieron volver a verla y, al quedar solos, empezaron a pensar en la pequeña sobrina que nunca les dio ningún disgusto. Siempre se habían escrito, aunque de tarde en tarde. Ahora empezaron a escribirse más a menudo. Cierto día, mi madre recibió una carta de su tío comunicándole que su esposa se había quedado ciega y había que operarla de cataratas. Fue a Barcelona donde la operaron. Salió mal de la operación y se marchó peor de lo que llegó. De nuevo mi madre se enfrentaba a otra prueba del destino. Sus tíos le suplicaron que volviera con ellos, pero ella estaba echando raíces y de nuevo se sentía feliz. Fue dejando pasar el tiempo, cada día se lo planteaban más difícil. Le decían en sus cartas: "Recuerda que cuando te quedaste sin padre, te acogimos y no careciste de nada, te dimos cuanto estuvo a nuestro alcance. Fueron cinco años los que te dimos sin recibir nada. Ahora te necesitamos. Confiamos en ti". Esto podía más que sus fuerzas. Por un lado sentía el deber de pagar una deuda y, por el otro, estaba empezando una nueva vida. Dudas y luchas que le daban un cierto malestar y, por fin, sacrificó sus sentimientos y su ilusión, para atender a los ruegos que tan de veras le pedían. Y un buen día, con el corazón roto, hizo la maleta dejando atrás todo lo que más quería. Aquel joven con el que mantenía relaciones, no supo comprenderla ni atendió a razones. Dolido por su amor, le prometió que si marchaba a vivir al pueblo, él se marcharía a América, y así terminaron.

En el año 1900, el viaje de Barcelona al pueblo era largo y penoso. Solo la mitad del trayecto se hacía en tren. El resto se hacía con coches de caballos y luego, a pie o montado en un mulo. Así llegó al pueblo una tarde de verano una joven guapa y elegante que no encajaba en nada con todo el resto de los habitantes. Los dos últimos años que estuvo como sirvienta, fue con una buena familia y aprendió mucho de ellos. La señora la apreciaba bastante y le enseñó muchas cosas, convirtiéndola en una persona culta y educada.

Sus tíos, al ver que por fin había regresado, lloraron de alegría, y esto fue suficiente para que ella no se arrepintiera de haber venido. Tenía la esperanza de que las cosas cambiarían y ella regresara a Barcelona. No podía imaginar que el destino la había traído para siempre.

Las sombras de la noche con la pequeña llama de un candil, la llenaron de pena y nostalgia. (Con) su tío, bastante viejo, y su tía, completamente ciega, tuvo que hacerse cargo de la administración de la casa. Cumpliría su obligación, mas sus pensamientos estaban lejos. Esto era el motivo (de) que pasaran los días y no saliera de casa, salvo para ir a comprar y llevar el agua. Iban transcurriendo los días y los meses. Sus tíos querían verla casada y hasta le proporcionaron algún pretendiente, que ella rechazaba. Ninguno era de su agrado. Por fin llegó mi padre, que estaba cumpliendo el servicio militar en la Capitanía General de Barcelona. Tenían algo en común: los dos conocían Barcelona. Para ella era un tema de conversación. Mi padre, que tenía mucha simpatía y se enamoró de ella, terminó por conquistarla. Le ofreció cariño, lo que ella tanto necesitaba.

Dos años más tarde, mis padres se casaron. Se pusieron a vivir con sus tíos en la misma casa que hoy es la mía [en Portell]. Mis abuelos paternos eran fabricantes de jabón, y mi padre trabajaba para ellos. Mi madre cuidaba a los viejos y atendía a todos los quehaceres. Así pasaron unos años, y durante este tiempo a mis padres les nacieron tres niños que se les morirían recién nacidos. Más tarde tuvieron dos niñas, con dos años de diferencia. Estas sobrevivieron. Quizás sería el cambio de sexo... Murieron sus tíos. De estos heredaron las tierras y la casa, pero el dinero se había agotado todo. Mi padre ganaba poco y mi madre miraba a sus niñas con preocupación, pensando qué porvenir les aguardaba. El pueblo era mísero. No había medios para ganarse la vida. Y pensó en su juventud.

Se hizo el propósito de luchar y trabajar con algún trabajo digno que le proporcionara seguridad, para que sus hijas no tuvieran que separarse de ella. Y supo luchar. Empezó a trabajar de cero. Les costó un gran esfuerzo, pero cada día (fue) superándose más. Mis hermanas Rosalía y Monserrat, ya de muy temprana edad, ayudaban a mis padres. Ampliaron los telares, fabricando otros artículos como pañuelos de bolsillo, sábanas, delantales y paños de cocina. Estos telares eran accionados a mano. El trabajo era todo artesano. Pocos años después de nacer yo, ya tenían ocho o diez empleadas, que con esta colocación se libraron de emigrar del pueblo. Para estas jovencitas como a tantas otras, solo había un camino para ganarse la vida: marchar a la capital como sirvientas.

(A) esta mujer la admiro como madre, esposa y empresaria. Fue el árbol genealógico de una dinastía de industriales. Sus tres hijas seguimos el camino que ella había emprendido y, en la actualidad, todos sus nietos, hembras y varones, ejercen esta profesión. En nombre de ella, van sus memorias dedicadas para todos sus nietos y nietas descendientes de sus tres hijas: Rosalía, Monserrat y Luisa.

CAPÍTULO 5

Volviendo a mi infancia, la recuerdo perfectamente. No teníamos juguetes pero hacíamos muñecos de barro, y de trapos. (Con) los primeros dineros que gané trabajando en la fábrica a los nueve años, me madre me compró una muñeca. Fue la primera vez que habían traído a vender juguetes. Había una muñeca grande de porcelana muy bonita. Costaba seis pesetas. Para entonces eso era un despilfarro, pero mi madre me la compró como premio al trabajo que realizaba después de salir del colegio.

Ya un poco mayor, o sea, a los once años, mis ilusiones eran las vísperas de las fiestas patronales: el sonido de los gaiteros, el bullicio de esos días festivos. Otros días inolvidables era cuando hacían su aparición los comediantes en la plaza, tocando sus trompetas y tambores. La entrada solía ser de diez céntimos y los niños de cinco. Al atardecer, el último trabajo era llevar los cántaros de agua de la fuente. Si había escasez de agua y la espera era larga, esta se convertiría en un lugar de recreo para jugar al escondite y al marro. No nos importaba el frío. Más de una vez en invierno llegué a casa con el cántaro cristalizado por el hielo. Para las jovencitas, los domingos por la tarde eran muy aburridos. No nos dejaban entrar al baile, ni teníamos ninguna distracción. Por eso era raro el domingo que no hiciéramos alguna travesura. Recuerdo que cierto domingo por la tarde se nos ocurrió de ir a robarle las cerezas, en el campo del tío Palomo. Este señor era muy meticuloso y si le llevabas la contraria tenía muy mal genio. Yo lo conocía bien porque venía a trabajar las tierras de mis padres. Es decir, que ni un momento hubiera deseado que nos pillara en su cerezo. Pero este árbol se divisaba de bastante lejos. Aún no habíamos cogido la primera cereza cuando oímos unos gritos: "Ladrones, ¡ya os cogeré! ¡ya os he conocido!". De un salto salimos de la finca y nos fuimos corriendo por otro camino que conducía al pueblo. Ya fuera de su vista y de su alcance, respiramos. Si nos hubiera cogido, era capaz de darnos unos azotes. Me entró miedo al pensar que nos hubiera conocido, y (que) al día siguiente fuera a protestar a mis padres. No me libraría de una buena reprimenda. Esta vez había que pensar algo. ¡Ya está! Nos fuimos cada una a su casa y nos cambiamos el vestido. Íbamos toda la pandilla de amigas, volvimos al cerezo por el camino contrario. Eran dos caminos paralelos que conducían al mismo sitio. Al pasar por delante del cerezo, saludamos con la más aparente tranquilidad: "Buenas tardes, ¿está cogiendo cerezas?" Él nos miró asombrado. Nos vio de diferentes colores y con la certeza de que llegábamos por primera vez. "¡Qué cosa más rara! Hace poco rato he gritado a una cuadrilla de chicas y hubiera jurado que erais vosotras, pero veo que me equivoqué. Ya me extrañaba que fuerais capaces de quitarme algo, sabiendo que si os apetecía, yo os las hubiera dado. ¿Queréis entrar a coger?". "Gracias, señor", respondimos. "Las cerezas no nos apetecen. Pasaremos por el prado a ver si hay flores". Nos fuimos corriendo para que él no advirtiera la risa que llevábamos dentro. Cualquier cosa nos hacía felices. ¡Nos conformábamos con tan poco!

¡Cuantas veces, al atardecer de otro domingo cualquiera, nos escondíamos en el portal de una casa! Atábamos un hilo fino a la punta de un pañuelo, lo dejábamos a mitad de la calle y cuando alguien se agachaba para recogerlo tirábamos del hilo. Pensando que el aire lo movía, lo seguían hasta que comprendían que habían sido burlados. Esto eran cosas de aquellos tiempos. Hoy ya no está dentro de nuestra cultura.

Algo digno de mencionar era la matanza del cerdo, que se celebraba sobre los meses de diciembre y enero. Se tenía en cuenta la luna para que no se estropeara la carne. Durante todo el año habíamos seguido el engorde de un toro y de un cerdo. Medio toro lo vendíamos y la otra mitad, y el cerdo, nos los guardábamos para nuestro consumo. En la matanza nos reuníamos toda la familia. Unos veinticinco o treinta, más o menos. Mi padre, la víspera, había preparado la caldera, la leña y los hierros. Recorría todas las casas de la familia para invitarles y quedar a la hora prevista. Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, se llenaba la caldera de agua y se encendía el fuego. Los hombres se preparaban para sacrificar el toro y el cerdo. Antes de esto, tomaban un trozo de rollo y una copa de aguardiente. Había trabajo para todos. Los hombres pelaban el cerdo encima de la mesa. Otros quitaban la piel del toro. Los jóvenes alcanzaban los pucheros [topins] de agua hirviendo. Y las mujeres limpiaban las tripas que, por la tarde, servirían para hacer las morcillas, los chorizos y longanizas. Los trabajos de los hombres se terminaban a la hora de comer. Para ellos ya empezaba la fiesta. A las mujeres, el trabajo comenzaba por la mañana y luego (seguía) por la tarde. Cuando terminaban de hacer los embutidos y hervir las morcillas, el trabajo se daba por terminado. Se cenaba y luego la velada era alegre y familiar. Se tocaban las guitarras, se bailaba y se jugaba a las cartas y otros juegos.

Muchas veces, en estas épocas, había nieve. (Con) la matanza, aparte de que ya se tenía carne en la despensa para comer, te librabas, por unos meses, de dar de comer a los animales. Mi padre tenía la costumbre de darle la cena al toro después (de) que cenáramos nosotros. El toro estaba fuera de la casa, en el corral de la era. Como estaba sin luz, yo lo acompañaba con una linterna. A mí esto me gustaba poco, pero mi padre se sentía contento si yo lo acompañaba. Recuerdo que me decía: "Mira, hija mía, ¡qué luna más hermosa!" (A esta luna de enero yo la comparo que es la luna más clara del año). Era un soneto. Pero era verdad: las estrellas eran más relucientes en aquellas noches frías.

Así transcurrió mi infancia feliz. Después del casamiento de mis hermanas, llegaron los sobrinos, que fueron para mí como los hermanos menores que no tuve, y los quise a todos con locura. Con Rosita me llevaba ocho años, después, Aurora y Clemente (yo ya tenía doce años), y tres años más tarde nació Amable y, por último, Inmaculada.

CAPÍTULO 6

A los catorce años vi por primera vez el tren, y el mar. Mis padres me llevaron a Castellón para las fiestas de la Magdalena. Aquel mismo año estalló la guerra civil española. Fueron tres años de mi vida que no he podido olvidar. Una guerra que puede explicarse con varias versiones según en el estado que la vivieses. Aunque por todos los lados, la guerra fue cruel para todos, yo la describiré según la viví y la pasé. Quizás por la escasa información de aquellos tiempos, o por el exceso de trabajo, lo cierto es que yo nunca oí hablar de política y jamás vi un periódico en casa. En aquel entonces solo había una radio en todo el pueblo. Su propietario, el médico. Por esa radio se enteraron todos los vecinos que había habido un golpe de estado, desencadenando una guerra civil: españoles contra españoles. La gente, con toda su ignorancia y buena fe, pensaba que solo afectaría a las grandes ciudades. ¡Quién iba a pensar que en estos pueblos tan pequeños, donde todos nos apreciábamos, íbamos a conocer la crueldad de la guerra!

No tardó mucho sin que la guerra hiciera su aparición. Todo cambió cuando empezaron a llegar coches de milicianos, llevando como señal la hoz y el martillo, y un pañuelo rojo al cuello. En la visera del coche, un letrero que decía: "Los justicieros" [grup anarquista]. Cogieron al joven cura, lo ataron y lo llevaron a la cárcel. Luego se lo llevaron y lo fusilaron. [El cinctorrà Manuel Marín Querol?]

La guerra es cruel. Cambia los sentimientos de las personas. Engendra odios. Y se mataba por placer. (A) los que nos tocó la desgracia de vivir aquella década, podemos contar cosas horribles, tanto en la guerra como en la postguerra. Pasaron los primeros tiempos, la guerra seguía su curso, y (a) los jóvenes los iban alistando para marchar al frente. En mi casa seguíamos trabajando hasta que un día vinieron y nos requisaron todo el género porque se necesitaba para los soldados. Nos quedamos sin poder trabajar ya que los proveedores de hilo, o bien habían cerrado, o trabajaban para el ejército. Nos quedamos sin género y sin dinero. Tuvimos que trabajar la tierra, recriar gallinas y conejos y otros animales, para sobrevivir y no pasar hambre. A medida que el tiempo pasaba, escaseaban las cosas, tanto de comer como de vestir.

El jabón era muy necesario para la limpieza (los detergentes no existían). Mi abuelo fue fabricante de jabón y mi padre conocía el oficio. El presidente del partido Republicano contrató a mi padre con un pequeño sueldo, lo suficiente para que pasáramos la guerra con menos privaciones. Nos íbamos acostumbrando a vivir en guerra. Quizá mis padres no dirían lo mismo, pero la juventud es tan bonita que ya lo encontrábamos todo normal. De vez en cuando venía alguna compañía de soldados que los llevaban a retaguardia a descansar; hacían baile en la plaza (y) todas las jóvenes íbamos para alegrar a los soldados. Al mismo tiempo, nosotras lo pasábamos muy bien. Respetando siempre la honradez. De vez en cuando se recibía la triste noticia de algún joven del pueblo que había muerto en el campo de batalla. Esto te entristecía pero la vida seguía su curso.

Dos años habían pasado cuando la línea de fuego se iba acercando. Los soldados de Franco iban tomando posesión de todo. En mi casa se instaló el parque de transmisiones del Gobierno Republicano. Requisaron dos habitaciones y se instalaron en ellas cuatro oficiales con graduación. Ellos traían la comida y mi madre les cocinaba. En sus horas libres, querían olvidarse de la tragedia que se avecinaba y a veces cantaban. Yo tenía dieciséis años. Mis padres nunca se separaban de mi lado, pendientes de que no me ocurriera nada malo. Así pasamos dos meses hasta que las tropas enemigas se iban acercando a pasos gigantescos. Cuando llegaron a la Creu del Gelat se atrincheraron, dirigiendo los cañones a lo alto de las Cabrillas, donde se parapetó la otra línea de fuego. Después de tocar retirada huyeron todos los soldados y el pueblo quedó vacío. Portell quedó al medio de los dos frentes: la Creu del Gelat y las Cabrillas, los dos cerros más altos. Los cristales retumbaban al ruido de los cañones. La gente estaba aterrada y se escondían en sus casas. Pero mi amiga Damiana y yo, sin hacer caso a las advertencias de los padres, salimos a olfatear por la calle del Portal. Recuerdo el silbido que hacían los proyectiles cuando pasaban por encima de los tejados. Dos días estuvimos entre las dos líneas de fuego. Era el siete de mayo de 1938.

Todo el día había estado nublado y, al atardecer, empezó a caer una lluvia torrencial. Al medio día, las tropas Nacionales ya habían ocupado Portell, pero ante aquel manantial de agua no podían avanzar. Diez mil soldados, entre ellos muchos moros, se refugiaron en el pueblo. Ocuparon todas las casas vacías, pajares y casetas de campo. El resto, en las tiendas de campaña. Era tanta el agua que caía que la artillería dejó de tirar. Los oficiales con graduación llamaban a las casas para que les dieran refugio. En la nuestra vinieron dos capitanes con sus asistentes moros. Exigieron dos habitaciones. Cedimos las mismas que habían quedado vacías de los soldados anteriores

No teníamos luz eléctrica. Nos alumbrábamos con un candil [cresol] y una bujía. En la retirada (los republicanos) volaban los puentes y arrancaban los hilos de la luz. Once meses más duró la guerra. Durante este tiempo seguimos recriando animales y trabajando la tierra. Yo me ganaba algún dinero bordando en la máquina. Finalizada la guerra, los pocos ahorros que nos quedaban nos salieron de las series falsas que lanzaron durante la contienda. Nos quedamos sin un duro. Aún podíamos dar gracias a Dios porque no tuvimos que llevar luto de guerra, que pocas familias lo podían decir. No se nos murió ningún familiar cercano.

Cuando esto ocurría, yo ya tenía diecisiete años. Era la primera quincena de abril del treinta y nueve. Empezaron a regresar los jóvenes soldados que habían sobrevivido. El pueblo ya tenía gente joven, que es la que engendra alegría. Yo tuve mis primeros amores. Fueron pasajeros (y) muy pronto quedaron en el olvido.

A los diecinueve años ya me prometí con el hombre que más tarde sería mi esposo. Se llamaba Miguel. Era inteligente, con mucha personalidad. Empezó a cursar los estudios en el colegio de los Salesianos de Valencia (sus padres se encontraban en buena posición y podían costearle una carrera). Pero su vida fue muy distinta cuando al final de la guerra se quedaron arruinados, pues el capital lo tenían en préstamos, dinero que les fue devuelto con las series falsas. Tuvo que cambiar los estudios por el trabajo. Él y yo, aunque no teníamos ninguna vinculación, crecimos como si fuéramos primos. La hermana mayor de mi padre, se casó con un viudo, padre de una niña (la que luego fue mi suegra). Esta creció con mi padre como si fueran hermanos y así fue siempre. Cuando me bautizaron, fue mi padrino el que más tarde sería mi suegro. Mi padre también fue el padrino de mi esposo. Nunca pensaron que llegarían a ser consuegros. Esto les hizo recordar que cuando teníamos cinco o seis años ya fuimos "novios": Cierto día nos fuimos Miguel y yo a casa del Sr. Cura, para que nos casara. Era la hora de la siesta, en pleno verano. La criada se asomó al balcón y después de escuchar nos dijo: "Ahora el señor cura está durmiendo pero aún sois demasiado pequeños para casaros. Cuando seáis mayores ya volveréis". Nos fuimos a la plaza. Había un fotógrafo ambulante. La abuela Teresa tuvo el gusto de que posáramos y nos hicieron una fotografía que aún la conservo en el álbum.

Volviendo a mi noviazgo, nadie sabía que nos habíamos prometido. Con el parentesco, nuestras relaciones aparentaban normales. Miguel se marchó de viaje por la parte de Gerona, en compañía de su padre, y cual no sería la sorpresa de este cuando le pidió dinero para comprarle un regalo a su novia. Entonces se enteró que la prometida de su hijo era su ahijada. Aquel regalo me hizo muchísima ilusión. Era un reloj de pulsera, sencillo pero muy bonito. Fui la primera mujer que en el pueblo presumiera de un reloj, que para mí fue más que una joya. Miguel se marchó a cumplir el servicio militar, que duró más de dos años. Durante este tiempo, mis padres me dieron cuatro telares accionados a mano. Busqué una casa en alquiler y en el piso más alto empecé a hacerlos funcionar. Contraté a tres operarias y fabricaba pañuelos de bolsillo. Mis padres, desilusionados con los negocios, al final de la guerra ya no quisieron saber nada de la fabricación. Mis hermanas, cada una por su lado, iniciaron su propio negocio. Mis padres me dieron para mí todo lo que ganaba, con la condición (de) que yo, a partir de entonces, corría con todos mis gastos, incluida mi boda. Esto fue el primer indicio que yo empecé como empresaria. Aprendiendo tres cosas fundamentales: a saber comprar, saber vender y cómo ahorrar.

Tres años duró nuestro noviazgo. El día nueve de enero de 1947, en la Iglesia parroquial de Portell, nos unimos en matrimonio. Esta unión fue del agrado de toda la familia. Celebramos una boda espléndida, con muchos invitados a la usanza del pueblo de aquellos tiempos: desayuno, comida y cena. Suprimimos la luna de miel. El dinero debíamos guardarlo para ampliar el negocio. Un año había pasado cuando conocí la alegría de haberme quedado embarazada y la desilusión de perderlo por un aborto. Poco tiempo después volví a quedar en estado y a los tres meses lo volví a perder. Estuve gravemente enferma. Una hemorragia hizo peligrar mi vida. Cuando ya me iba recuperando empecé a sentirme triste por la pérdida del segundo hijo frustrado. Era por Semana Santa. La víspera de pascua, mi esposo Miguel me dio la sorpresa con un regalo. Me compró lo único que sabía que me hacía mucha ilusión: una radio. Solo había dos más en el pueblo. Era toda una novedad. El aparato era grande, de mueble de madera, como si fuera un televisor. Tanta alegría me hizo al verlo que gran parte de mi tristeza se marchó. Pasamos las pascuas con la más completa armonía. Mis hermanas Rosalía y Monserrat con sus esposos Eustaquio y Lázaro; las hermanas de Miguel, Victoria y Teresita, también con sus maridos Segis y Ricardo; la abuela Teresa y los padres José y Silvestra; y Amador y Manuela. Éramos una familia que estábamos continuamente juntos. La tarde de Pascua nos comimos la merienda todos reunidos en nuestra casa. Mi salud no estaba lo suficientemente fuerte para salir al campo y celebramos la inauguración del aparato de radio.

En aquel entonces, la emisora de radio favorita y la que se oía mejor era Radio Andorra. Varias horas emitía solo discos dedicados con las mejores canciones. Pasé una tarde inolvidable. No podía imaginar que antes de un año morirían dos de los que estábamos allí reunidos. La primera fue mi madre. Murió de un ataque cerebral el día ocho de junio de ese mismo año, a los sesenta y tres años (estábamos en 1949). Fue el primer golpe de dolor que recibía. Creía que no podría soportarlo. Ignoraba que en mi destino me aguardaban muchas fechas dolorosas que marcarían mi vida. El día 25 de marzo de 1950 murió mi cuñado Segis, a los 37 años, dejando viuda a Victoria con una hija de tres años (Luz). Toda la familia se llenó de luto y dolor. Dos años después, el día 2 de septiembre de 1952 moría a los doce años mi sobrina Antonieta, hija de Ricardo y Teresita. Otros dos años y perdí a mi padre, el 27 de agosto de 1954. Fueron unos años de tristeza y desesperación. Aún no nos habíamos repuesto de una pérdida (y) ya teníamos que lamentar otra. Yo estuve muchos años que siempre vestí de negro.

CAPÍTULO 7

Retrocedo cuatro años para recordar el nacimiento de mi primera hija. Fue el 24 de febrero de 1950. Vino al mundo prematura, con ocho meses. Pesó dos kilos y medio. Le pusimos por nombre María Luisa. Nació en Portell, en la calle Mayor, nº 25. Hacía mucho frío. Los primeros quince días los pasó al calor de la cama junto a mí. Yo no me levantaba. Solo con buenos cuidados podía salvarse. Allí no había incubadoras ni estaban las casas acondicionadas, pero gracias a Dios, no tuvo ninguna complicación y muy pronto fue aumentando de peso.

Yo seguía siendo la pequeña de la familia durante los primeros tiempos de maternidad. Recibí toda la ayuda y cuidados, tanto de mis hermanas como de mis cuñadas, que se desvivían por ayudarme, y los mimos y las caricias que recibía de mi esposo. Sin contar con los desvelos de la madre de Manuela. Aunque había perdido a mi madre, ella hacía por las dos.

Hasta los tres meses yo no le cambié los pañales a la niña. La madre [abuela] se cuidaba de hacerlo. En los años cincuenta, los niños aún se vestían con aquel montón de pañales y se enrollaban con dos fajas a modo de vendas. Se necesitaba destreza y buen tacto. A mí me parecía que si lo hacía la madre Manuela, la niña se sentiría mejor. Tenía la ventaja de vivir cerca. Solo había que cruzar la calle. Igualmente cuando Miguel se encontraba de viaje, me pasaba allí a comer. Entonces solo se cocinaba con leña, y para mí sola no merecía la pena encender el fuego. Lo mismo hacía con la leche de la niña.

Pasaron dos años. El pequeño negocio iba creciendo y empezamos a construir una nave para montar telares mecánicos. Luchas, desvelos... Al fin logramos tener una fábrica en marcha, con el personal adecuado. La razón social era: Miguel Marín, Fábrica de Tejidos. Nos distribuimos el trabajo: Miguel se cuidaba de las ventas y la facturación (y) yo de la dirección de la fábrica y los tejidos.

El día 22 de noviembre de 1953 di a luz a un niño. Nuestro hijo nació en la misma casa que su hermana y asistido por el mismo médico, Dr. Julio. Lo bautizamos con el nombre de José Miguel. Pesó tres kilos y medio. Tuvimos todos mucha alegría. El padre [abuelo] Amador estaba muy contento porque este nieto era el sucesor del apellido Marín.

CAPÍTULO 8

Cuando mi padre José empezó a enfermar del corazón, nos mudamos a vivir a su casa, la que ahora es la mía, y su ilusión era tener a su lado, en la cama, a su pequeño nieto. Esto era solo durante el día, mientras yo atendía al trabajo. Durante la enfermedad de mi padre, las tres hijas lo cuidamos por igual, con cariño. Fue un enfermo muy agradecido y no perdió nunca su buen humor. A pesar de ver que se veía cerca de la muerte, le gustaba que sus nietas Rosita y Aurora cantaran y bailaran en su habitación. Un caso poco frecuente.

Volviendo la vida atrás, recuerdo que después de la muerte de mi madre, mi padre se quedó a vivir solo en la casa. Nosotras, las hijas, nos cuidábamos de la limpieza y su aseo personal. Por la noche se quedaban a dormir con él los nietos Clemente y Amable, hijos de Rosalía. Si por alguna circunstancia no podían ir, Monserrat y yo lo solucionábamos para que no se quedara solo. Era muy miedoso y no hubiera resistido la soledad de una noche. Lo hacíamos todo muy a gusto. Nunca nos resultó, para nosotras, ninguna carga. Nos quedaba la satisfacción de reunirnos hijos y nietos, para comernos la conserva que él tenía preparada para nosotros. Celebrábamos aquellas cenas junto al padre en la más completa armonía.

Las desavenencias de los hermanos, por lo general, suelen venir cuando se reparte la herencia. (Para) nosotras fue todo lo contrario. Fue entonces cuando yo valoré más los sentimientos de mis hermanas. A mí me dieron la parte que más me gustaba: la casa, a pesar de que a ellas también les hubiera gustado conservarla, pero como ya tenían las dos casa propia, querían que yo también la tuviera.

A veces, los padres tienen por algún hijo alguna distinción, sea porque piensan que alguno de ellos ha trabajado más en beneficio de los padres y creen que han obrado bien. Analizar esto ya recae sobre la conciencia de los buenos sentimientos del favorecido. Menciono esto porque mi padre le dio a Rosalía veinte mil pesetas, que por los años cincuenta era bastante dinero. Pensó que había sido la mayor y su carga fue más pesada. Monserrat y yo nunca nos hubiéramos enterado a no ser por ella, que en su momento nos lo hizo saber, devolviéndonos la parte que nos correspondía. Este gesto de hermandad nunca lo olvidé. Rosalía estuvo, muchos años, delicada de salud. Ni un solo día le faltó mi visita ni la ayuda que yo podía prestarle.

Volviendo a las herencias, puedo decir que mi esposo Miguel, con sus hermanas Victoria y Teresita, dieron todo por bien hecho (sobre) las particiones que hizo su padre antes de morir. Ninguno tuvo envidia ni deseó la parte del otro. Todos quedaron contentos. ¡Cuanto desearía que mis hijos, cuando llegue ese momento, sepan imitar a sus padres y sus tías!

CAPÍTULO 9

Había transcurrido el tiempo y llegamos al año 1958. Durante este periodo todo era normal. Los niños ya iban al colegio. Seguíamos trabajando y disfrutábamos con las reuniones de amigos como es habitual en el pueblo. De vez en cuando hacíamos algún viaje a Barcelona, siempre relacionado con el negocio. Eso no quería decir que no fuéramos a presenciar alguna corrida de toros y, por la noche, visitar un espectáculo en el Paralelo. Los viajes solíamos hacerlos de sábado a lunes. En nuestros viajes, rara vez íbamos solos en nuestro coche. Siempre había tres asientos vacíos para algunos familiares o amigos. Mi marido tenía el don de agente comercial. Sabía introducir el artículo de sus fabricados con la mayor facilidad y llenar la carpeta de pedidos de nuevos clientes. Nuestra fábrica se le quedó pequeña. La política de entonces prohibía ampliar el ramo textil. Para conseguirlo era preciso comprar otra (fábrica) que estuviera legalizada. Compramos una fábrica en Castellón, solo con el propósito de trasladarla a Portell. Nunca nos había pasado por la imaginación abandonar el pueblo. No son los deseos sino el destino lo que te marca la vida. Lo que ignorábamos nosotros era que, para trasladar una industria a otra población, había que indemnizar a los trabajadores, que por cierto, eran quince, y con muchos años de antigüedad. Nosotros no podíamos correr con todos los gastos, a parte de los que supondrían los del traslado. La fábrica estaba comprada y no podíamos dar macha atrás. Muchos quebraderos de cabeza nos llevó esta decisión. Yo no quería abandonar el pueblo ni la familia.

Por fin, decidimos buscar un encargado, que a la vez haría de mecánico. Él haría funcionar la fábrica en Castellón y yo cuidaría de la de Portell. Y Miguel viajaría de un lado para otro. Visto así estaba bien organizado, a no ser por los problemas que surgieron. Los artículos que nosotros teníamos que fabricar eran en combinación de colores, un trabajo muy diferente a los que los trabajadores estaban habituados. El problema que representaba la combinación de los dibujos, mi esposo lo ignoraba, porque nunca había hecho este trabajo. Así es que cuando contrató al encargado, estos detalles pasaron por alto. Este era de Cinctorres. Clemente, un joven muy trabajador y honrado. Sabía manejar los telares pero de la preparación no sabía nada. Por eso, cuando mi esposo fue a pagar la primera semana y ver cómo funcionaba, se encontró con la sorpresa (de) que no habían hecho nada. El mecánico se desvivía por poner los telares a punto. Pero luego se habían de pasar peines, púas y poner en el urdidor los dibujos del tejido. No había nadie que supiera nada de eso y se pasaron la semana con los brazos cruzados. Para comprar esta industria habíamos pedido el dinero prestado, y con pocas semanas como esta se nos iba todo al traste. El sábado por la noche, Miguel llegó a casa en Portell. Venía con una decisión: yo debía marcharme a Castellón para llevar la dirección de la fábrica. Los niños se quedarían con sus abuelos. Quedé aturdida sin saber qué contestar. Nunca me había separado de los niños ni había viajado sola. Me asustaba la ciudad. Y por último, no deseaba marcharme de Portell. Después de reflexionar un momento, decidí que por encima de todo esto, mi obligación era ayudar a mi esposo y llevar la empresa adelante. Así fue como el lunes, a las seis de la mañana, cogí la maleta y, con el coche correo, me dirigí a Castellón. Durante el viaje, a menudo me secaba las lágrimas. Me invadía una gran tristeza. No lo podía remediar. En mi interior pensaba: "Si estamos tan bien, ¿para qué nos enredamos con la compra?" No había respuesta. Habíamos nacido para la lucha y la aventura, donde solo encuentras quebraderos de cabeza y preocupaciones.

Llegué a la Estación de Autobuses. Allí me estaba esperando Clemente, el encargado. Después de darnos a conocer y saludarnos, me cogió la maleta y nos dirigimos a la fábrica. Me comportaba como una pueblerina. El trayecto que nos separaba de la estación a la calle Joaquín Costa me pareció que nunca lo aprendería. La replaza de la Farola, mis ojos la veían más grande que si hoy veo la plaza de España en Barcelona. Sin embargo, cuando crucé el umbral de la puerta de la fábrica (y) me vi entre los telares y las trabajadoras, ya no era la misma persona. Me desenvolví con soltura. Les hablé del trabajo y del comportamiento que debíamos tener por ambas partes. Fui amable con ellas y de la misma manera me correspondieron. Organicé el trabajo y aquella misma tarde ocuparon cada una su sitio. Cuando por la noche me instalé en la Posada San Juan, en la plaza del Rey, cenando sola en una mesa rodeada de desconocidos, volvió a entrarme la tristeza, y más aún cuando me fui a la habitación de dormir. Era una sala grande, con una cama de matrimonio alta y antigua. La primera vez en mi vida que dormía sola. El miedo no me dejaba dormir. La cerradura estaba medio rota. Me pasaba todas las noches, pendiente de los pasos y los ruidos. Al cabo de quince días vino Miguel a verme. Yo trabajaba todos los días un montón de horas y parte del domingo. Había que trabajar duro para ponerlo todo al corriente. Miguel entró en la fábrica y se sintió satisfecho del trabajo que habíamos realizado. Llegamos al a conclusión (de) que yo debía de quedarme en Castellón, buscar una casa para poder bajarme los niños.

El asunto de la vivienda estaba muy difícil. Un domingo por la tarde fui a visitar una familia de Iglesuela que conocí en Portell. Vivían en la calle Alloza. No supe disimular la añoranza que sentía lejos de mis seres queridos. La señora Asunción era viuda, con tres hijas: Sabina, Josefina y María Pilar, que oscilaban entre los trece y dieciocho años. Les hablé de los motivos que me obligaron a venir aquí. Una hora después que me había marchado de allí, cuando estaba empezando a cenar, recibí la visita de las dos hijas mayores, Sabrina y Josefina: "Sra. Luisa", me hablaron sin ningún rodeo, "La mamá nos ha mandado para decirle que se venga con nosotras a comer y dormir hasta que usted encuentre casa y se lleve a su familia. Nosotras estaremos muy contentas de que acepte nuestra invitación". Vi tanta sinceridad en sus palabras que no vacilé un momento. Fui a recoger las cosas, pagué la cuenta y otra vez con la maleta me fui con ellas. Esto fue lo mejo que me podía suceder. Se me terminaron las veladas y las noches largas. Se me portaron muy bien, como si fueran mi propia familia. Todas eran jóvenes y nuestras charlas siempre alegres y divertidas. Nunca lo he olvidado. Ya no me sentía triste en Castellón. Empecé a conocer gente y hacer amistades.

Por fin, a los dos meses, encontré una casa. Estaba en la Plaza Real, con planta baja y dos pisos. Tuve que compartirla durante algún tiempo con el encargado y su familia, hasta que estos encontraron vivienda. Me instalé con unos muebles sencillos. Solo lo preciso para vivir decentemente. Nada quise tocar de la casa de Portell, así me hacía la idea (de) que no me había ido del pueblo. Marisa entró a estudiar al colegio de la Consolación y José Miguel a las Escuelas Pías. Durante la semana estábamos en Castellón; sábados y domingos, en Portell. Miguel, la mayor parte de los días laborables salía de viaje. Los fines de semana disfrutábamos de la vida familiar. No me quedó tiempo para sentir añoranza de la familia. Con al menor excusa, ya bajaban para estar con nosotros, y muchas eran las familias del pueblo que cuando bajaban a visitar algún especialista... Nuestra casa era el refugio de todos.

El año 1958 me saqué el carnet de conducir. Fui la quinta mujer en Castellón que se matriculó en la autoescuela de conductores. No fue un capricho; formaría parte del trabajo. Conduciría por obligación. Nunca tuve afición ni fui una excelente conductora.

El día 15 de mayo de 1958, Marisa tomó la primera comunión en la iglesia parroquial de Portell. Participamos en la comida toda la familia. José Miguel la tomó el tres de junio de 1962 en la parroquia de la Trinidad de Castellón. Por el reciente luto de la madre [abuela] Manuela, compartimos la mesa los más precisos en un sencillo restaurante de aquí de Castellón. Charito había nacido el once de mayo de 1961 y tomó la comunión el día 23 de mayo de 1968 en la capilla de la Consolación. Hicimos un gran banquete en el Club Náutico. Esto son fechas que en el calendario de mi vida quedaron marcadas. Unos días buenos, otros mejores... y días peores. Si del año 1949 al 1954 tuvimos que lamentar cuatro pérdidas irreparables, del 1960 al 1970, los días fúnebres recaían como un maleficio sobre nuestra familia. Esta década batió el récord de dolor:

El día 3 de marzo de 1960 fallecía mi hermana Monserrat, madre de Aurora e Inmaculada. Murió de un derrame cerebral a los 47 años de edad.

El día 8 de diciembre de 1961 fallecía la madre Manuela a los 64 años.

Dos meses después, el día 8 de febrero de 1962, moría la abuela Teresa. Esta ya tenía 82 años.

Pero el 28 de noviembre de 1962 fallecía Rosita, mi sobrina, a los 32 años.

El día 11 de enero de 1966 falleció mi tía Consuelo, hermana de mi padre, a los 70 años.

El día 8 de febrero de 1967 fallecía el padre Amador, a los 71 años.

El día 28 de marzo de 1968 fallecía mi cuñado Lázaro, viudo de Monserrat.

El día 5 de junio de 1969 falleció mi esposo Miguel, a los 46 años.

El día 4 de noviembre de 1970 falleció mi tío Gabriel, padre de mis primos Miguel y Ramón, a la edad de 75 años.

La familia quedó reducida después de lamentar nueve muerte en diez años. Casi todos tuvieron muertes repentinas. Se terminaron aquellas reuniones familiares y la costumbre de las matanzas. Pero la vida sigue y los que van naciendo llenan los vacíos de aquellos que se fueron y solo viven en el recuerdo.

CAPÍTULO 10

Retrocedo al año 1960. Este año compramos el piso de la calle Joaquín Costa que tres años más tarde vendimos a Victoria, después de habernos comprado el que ahora estoy viviendo. Estrenar estos dos pisos formaron parte de las mayores ilusiones de mi vida, quizá porque el dinero invertido había sido ganado con muchos esfuerzos y valoramos más el fruto recibido. Mi hermana Rosalía y su marido compraron otro en esta misma finca y se bajaron a pasar todos los inviernos. Después del fallecimiento de la madre Manuela, el padre Amador y su hija Victoria se bajaron a vivir aquí a Castellón, en el piso que nos compró, cerquita de nosotros, para compartir la vida con su hija Luz. Hasta entonces vivía con nosotros para poder estudiar; ahora ya ejercía la profesión de ayudante administrativa. El padre Amador vivía con su hija y su nieta. Los domingos y fiestas, compartía la mesa con nosotras. Siempre estuvimos unidas. Charito iba al colegio, su abuelo Amador iba todos los días a recogerla.

Los meses pasaban y se terminaban de diferentes maneras: lágrimas por los que perdíamos y alegrías por los que nacían. Este laberinto que nos envuelve, dando paso a mil cosas distintas. Así transcurrieron estos años, hasta que el día cinco de junio del 69 falleció mi esposo Miguel. Un infarto cardíaco acabó con su vida mientras jugaba un partido de pelota. No podría describir con palabras todo lo que pasé y sufría a raíz de la muerte de mi esposo. Prefiero que estas páginas queden en blanco.

Recibí ayuda de toda la familia, tanto moral como material, igual de (la) parte de mi esposo como de la mía. Cada uno a medida de sus fuerzas. Me encontraba a la edad de cuarenta y siete años. Mi hija Marisa tenía poco más de diecisiete, José Miguel, con sus quince años, estaba cursando sus estudios. Charo tenía nueve años. La razón social de la empresa se llamaba Marín y Segura, y tenía cuarenta y seis trabajadores en la nómina. Yo debía de hacer frente a todo eso. Entonces fue cuando me puse a prueba mis conocimientos empresariales, siempre contando con el apoyo de mis hijos. Cargué con toda la responsabilidad de la dirección de la empresa. Los fabricantes del mismo ramo no veían con acierto mi decisión. En los años setenta, aquí en España, aún se dudaba de la capacidad de la mujer para ocupar puestos directivos. Con el tiempo, les pude demostrar que estaban equivocados. El marcado textil español se estaba renovando. Los tejidos de sábanas en blanco, y crudo de algodón, estaban en decadencia. Los colores y estampados de tergal estaban en primera línea. Para hacer frente a este mercado, el fabricante había de lanzarse a duplicar la producción. Solo así se conseguía abaratar el coste de la estampación y poder luchar con la competencia.

Muchos fueron los fabricantes que hicieron marcha atrás. Yo, para poder conseguir mis propósitos, compré la fábrica de Miguel Traver, en las Cuevas de Vinromá. La de José López en Almazora y la de Luis Colom, que funcionaba en la calle Císcar, esquina Prim, aquí en Castellón. Antes había comprado un terreno en la carretera (de) Ribesalbes, donde construí una nave industrial. Una vez absorbidas todas estas fábricas, centralicé todas las máquinas y telares en esa misma nave, situándose esta empresa, en tejeduría, en el número uno en Castellón y su provincia. Mientras tanto, me había sabido ganar la confianza, el respeto y la admiración de la mayoría de los que pertenecían al ramo textil. (Ya) era conocida por todos, bien personalmente o por referencias, quizá fuera el motivo porque no se conocía ninguna fábrica de tejidos en España en aquellos tiempos (en la) que la gerente la llevara una mujer.

Han transcurrido once años. Yo ya tengo cincuenta y ocho. Me encuentro con los mismos conocimientos y mucha más experiencia, pero mis hijos ya se han hecho mayores y tengo que tomar una decisión. Cada uno a su manera están dispuestos a hacerse cargo de todo. A los tres por igual les traspasé mis poderes y les hice entrega de toda la empresa. No me reservé ninguna opción de mandato. Yo me desentendía de todo y los dejé en completa libertad. Todo lo que sucediera en el futuro, tanto los éxitos como los fracasos, ya no me pertenecían. Todo quedaba en manos de una nueva generación, y con un deber cumplido, dejo por finalizado este capítulo de mi vida empresarial.

Libre ya de responsabilidades, concentro mis ideas y mi tiempo en otras actividades que, aunque no den provecho, están dentro de nuestra cultura. He convertido un campo y un cobertizo, en un jardín y un anticuario, parecido a un museo. Allí se pueden ver antiguos telares en funcionamiento y los elementos complementarios de la preparación y sus tejidos. Se guardan utensilios caseros y aperos de labranza. Son muchas las horas que he dedicado a todos estos trabajos. He ayudado a plantar los árboles y los rosales. En la fachada hay un letrero que dice "La Rosaleda". Esto está en Portell de Morella.

En mis ratos libres, una de mis aficiones fue siempre escribir poesías, pequeñas novelas y relatos. Ahora que disponía de tiempo, lo aprovecharía en hacer algo mejor. Escribiría un libro del pueblo (en) que yo nací. Su contenido sería (de) cien años de historia, la transición de un siglo. Lo puse en práctica y el libro quedó terminado. Lo hice desinteresadamente, solo por el afecto que tengo al pueblo y sus habitantes. La reacción de casi todos los vecinos y descendientes, que residen en otras provincias, fue del mayor interés por conseguir este libro. Recibiendo los elogios de muchos de ellos. Estoy muy agradecida de haber nacido en este pueblo. Un pueblo es como una gran familia, que riñen, se pelean, pero a la hora de la verdad, todos se ayudan.

Han transcurrido nueve años desde que empecé a escribir las primeras páginas de mis memorias. Me miro al espejo, contemplo mi cara vieja y demacrada. ¡Qué aprisa ha pasado el tiempo, desde que yo era la pequeña de la casa! Ahora, aparte de algunos primos, Victoria, Teresita y yo somos las únicas supervivientes del seno familiar de nuestra generación. Nos dejó también mi hermana Rosalía, su esposo Eustaquio, siguiéndoles Ricardo, esposo de Teresita.

Pero el tiempo sigue y llega la navidad de 1991. Preparo la comida para festejar tan memorable día. Somos trece en la mesa, representando a tres generaciones: mis hijos, Marisa y su esposo Juan; Charo y su esposo Ignacio; José Miguel, que aún mantiene su soltería, y mis nietos, Marisa, Juan, Nacho, Miguel, Verónica, Arancha y el benjamín de la familia, que se llama Javier. Reflejado en este entorno está el pasado, el presente y el futuro.

Hasta aquí han llegado mis memorias. Cierro estas páginas a primeros del año 1992. Voy a cumplir setenta años, los suficientes para dejar constancia de lo que ha sido mi vida. Terminaré recordando aquellas frases que escribió un poeta: "La mujer que durante su vida tiene un hijo, planta un árbol y escribe un libro, tiene su deber cumplido".

[CAMAÑES, Luisa (1992): Mis memorias. Imprenta Rosell. Calle Benicarló, 5. Castellón.]


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Recopilació bibliogràfica i transcripcions de Jacint Cerdà