Mis Memorias (1992)
Mis memorias unidas a las
costumbres de un pueblo que me vio nacer, en un cuatro de marzo
de 1922. Las dedico para aquellas personas que al ir conociendo
el resumen de mi vida, por medio de estas líneas, sepan leerlas con
el mismo afecto como han sido escritas y especialmente a mis nietos
y nietas, habidos y por haber, para que con mi narración los
transporte imaginariamente a un pasado que fue escenario de una
supervivencia completamente distinta a la que ellos están viviendo,
y sepan comprender que el pasado no muere. La sangre que corre por
vuestras venas, es parte de mi sangre, y muchas de mis ideas serán
también las vuestras. Es la herencia que no se despilfarra porque
está dentro de nosotros mismos, y siempre quedará en vuestro corazón
un pequeño vacío para guardar un recuerdo a la que siempre os quiso.
Luisa.
CAPÍTULO 1
ABRIL, 1983. Desde la amplia
terraza de mi apartamento contemplo sola y en silencio, ese mar azul
que refleja junto a la escollera. Un aire primaveral hace sentir más
la brisa del mar. Los primeros bañistas hacen su aparición,
aprovechando estas vacaciones de Semana Santa. Yo me siento feliz,
admirando el paisaje que me rodea, situada en esta bonita playa,
frente al Torreón, denominada Villas de Benicasim. Donde se levantan
palmeras y abetos. Una variedad de flores y arbustos que hacen una
vista panorámica con el resplandor del sol, reflejado en el agua.
Rompe el silencio el ir y venir de
los coches que como un hervidero, nos movemos todos de un lado a
otro. El tiempo en que vivimos, nos hace separar de los seres
queridos, cada uno por su lado, quiere vivir su propia vida.
Visitando nuevos lugares, y conocer otro ambiente. Por eso, cuando
esta mañana me he despertado, sola y en silencio, corre mi
imaginación. ¿Pensando en el futuro? ¡No! Después de haber cumplido
los sesenta años, solo te hace feliz el presente y los buenos
recuerdos del pasado. Quizá hubiéramos podido hacer cosas mejores, y
no las hicimos, somos mortales y no podemos ser perfectos. Pero yo,
en este vivir de cada día, doy gracias a Dios, porque he sabido
soportar con resignación todos los reveses del destino.
A veces, siento nostalgia del
pasado. Mas, en este día primaveral, contemplando ese mar azul,
cierro los ojos y recuerdo mi infancia, viviendo en mi memoria los
primeros años de mi vida.
CAPÍTULO 2
Nací en un pequeño y mísero
pueblecito de montaña (Portell de Morella). Fui la tercera de
mis hermanas. Me pusieron de nombre Luisa, como mi abuela paterna.
Podemos imaginarnos el desencanto de mis padres, cuando esperaban un
varón y les vino otra niña. Poco duró esta desilusión. Mis hermana
s: Rosalía, de doce años y Monserrat, de diez. Fui la alegría de
ambas. Para ellas, una muñeca de carne y hueso, y un juguete para
todos.
A los cinco años ya recité mi
primera poesía para dar la bienvenida al señor obispo, que de
eso se encargaban los señores maestros. Cuando en la escuela se
preparaban para festejar algún acontecimiento, por imprevisto que
fuera, yo me aprendía las cosas en menos de veinticuatro horas. Sin
embargo, a pesar de esto, más tarde no fui una buena estudiante. Eso
sí, mostré interés por cuantas cosas pasaban a mi alrededor. Por
eso, cuando mis padres cambiaron unos telares por otros diferentes, a mis
seis años ya me obsesioné por ellos. A los doce ya sabía de ellos
todo lo que se podía aprender, ignorando que la superación de estas
máquinas sería el reto de toda mi vida.
CAPÍTULO 3
Volviendo a mi infancia, recuerdo
unas calles todas empedradas y resbaladizas, un pueblo sin luz,
ni carretera. Las casas construidas, de dos o tres plantas. En
la primera se guardaba el mulo, o el asno, que es el
que daba la bienvenida al visitante con su rebuznar, asomando la
cabeza en la primera puerta. En la otra estancia había un telar
de madera que tejía fajas, donde la mujer aportaría los únicos
ingresos para comprar ropa y otros menesteres a sus hijos.
Cuando amanecía el día, sonaban
las campanas anunciando la oración de la mañana. Un poco más
tarde, sonaba el "tolón, tolón" de una esquila, manejada por un
hombre que rondaba las calles; era el toque de la dula. Todas
las caballerías que no tenían trabajo, salían al campo a pastar,
vigilados por un pastor elegido por el pueblo. Se reunían en la
puerta del Calvario o en la plaza; eran los únicos transeúntes. No
había coches. Regresaban al atardecer y los niños gritábamos: "¡ya
viene la dula, ya viene la dula!" Era el final de la hora de
jugar. Para entonces, los padres querían tenernos en casa.
Los niños, en aquel entonces, a
los nueve años, ya trabajaban en los quehaceres del campo, y a
recoger estiércol. Yo, en esa misma edad, cuando salía del colegio,
a las cuatro de la tarde, aprendí a urdir en la fábrica
trabajando cuatro horas diarias.
El reloj marcaba la hora solar. La
gente de campo casi nadie necesitaba reloj. Cuando amanecía el día,
se levantaban, y cuando se hacía de noche, se acostaban. En mi casa
nos acostábamos sobre las diez de la noche. A las ocho se paraba la
fábrica. Mi madre ya nos tenía preparada la cena, y mi padre había
puesto un montón de leña al fuego, si era invierno, y con la mesa
junto a la chimenea, quedábamos la familia reunida, agradeciendo el
descanso y compartiendo una buena armonía. Alguna noche jugaba a las
cartas con mi madre.
Yo dormía en una habitación que
daba a la calle. Por la mañana, antes de levantarme, recuerdo el belar de las ovejas,
las pisadas de los
mulos, y la voz
del tendero gritando por las calles: "el sardinero, ¿quien
compra?". Oía el ruido sordo que hacían las puertas de madera y
el zumbido del picaporte al abrirse por la dueña de la casa,
para comprar aquellas sardinas saladas que servían de almuerzo. Son
detalles de las costumbres que se gravaron en mi infancia (y) que
nunca olvidaré.
También recuerdo aquellas mujeres
que, a pesar de no tener más de cuarenta años, parecían viejas por
el modo de vestirse, y demacradas por el trabajo del campo. Sin
embargo, mi madre, en esa época era distinta. Tenía un porte
distinguido y conservaba su lozanía y su juventud. Siempre vistió
diferente a la usanza del pueblo, y con su expresión y su firmeza
reflejaba todo su talento. Mi padre era todo lo contrario: un hombre
tranquilo y bonachón, querido de todos. Pero el cerebro de la casa
era mi madre. Él no sabía dar un paso sin que ella le aconsejara y
le diera su parecer. Pero trabajaban juntos y formábamos un hogar
feliz. Por eso son tantas las cosas que me recuerda mi niñez.
Aquellos leños tan grandes, que chisporroteaban en la chimenea, o
cuando todos nos agrupábamos junto al fuego, después de
contemplar aquella gran nevada que nos tenía incomunicados varios
días del resto del mundo. Mi madre, mientras zurcía los calcetines y
las medias, aprovechando la velada, nos relataba su infancia, bien
distinta de la mía.
CAPÍTULO 4
Mi madre había nacido en una masía
de la provincia de Teruel (La Palanca) [Cantavieja].
La vivienda estaba junto a una huerta rodeada de perales y manzanos.
Un río que bordeaba la finca y una parra que se enredaba por toda la
fachada. Desde allí podías contemplar los pinos en lo alto de la
montaña y los grandes chopos en el valle, junto a las corrientes de
aguas. (Hoy esta finca está lejos de aquella realidad: se secaron
los perales, los manzanos y la parra, y su aspecto es sombrío.) Su
niñez era feliz, junto a sus padres y sus seis hermanos. Juntos
corrían por el monte, guardaban las cabras y las ordeñaban para
beberse la leche. Pero un mal día el padre enfermó y murió poco
después. Fue un duro golpe para todos. Mi madre era la más pequeña
de los hermanos y se la llevó una tía hermana de su madre que no
tenía hijos, así es que, a sus siete años, sintió la amargura de
separarse de sus hermanos, y la añoranza de las caricias de su
madre. Sus tíos la trataban bien. Eran cariñosos. Pero aquella
quietud, junto a los dos viejos, era tan distinta a su vida anterior
(carcajadas, peleas, jolgorios), que tanto silencio la llenaban de
tristeza. Sola en su habitación lloraba por las noches. Poco a poco
fue adaptándose a su destino (y) tomó cariño a sus tíos porque a su
madre la veía muy poco. Así fue pasando hasta sus once años. Era la
primera en el colegio. Tenía amigas. Ya se había amoldado a su nueva
vida. Los tíos estaban en buena posición económica.
Mi abuela se había vuelto a casar,
buscando en el marido, un hombre que le administrara las tierras, y
sacar la casa adelante. Fue una gran equivocación. Sus hijos, tanto
como iban haciéndose mayores, no podían soportar los malos tratos
del padrastro, y se marcharon a buscar trabajo a Barcelona.
Mientras, mi madre quería cada vez más a sus bienhechores. Se sentía
como una propia hija y recibió de ellos una buena educación. Pero el
destino le reservaba otra triste sorpresa, dándole un cambio brusco
a su vida. Sus tíos tenían otra sobrina, cuatro años mayor que ella,
y ambicionando la herencia que estos podían tener, se las ingenió
para embaucar a los tíos, desprestigiando las cualidades de mi
madre, que por su corta edad nada comprendía. Los viejos se
convencieron (de) que con la sobrina mayor estarían mejor atendidos,
sin pensar en el daño que harían a la que los quería como a unos
padres. Descargaron su conciencia comunicándole que como la habían
recogido de pequeña haciendo por ella cuando más los necesitaba.
Ahora ya tenía edad de valerse por sí misma, y la mandaron a
Barcelona para que sus hermanos la colocaran en alguna parte. Fue
otro golpe duro para su temprana edad.
A sus doce años emprendió viaje a
Barcelona, donde en la estación la esperaban sus hermanos Bruno,
Luis, Ernesto y Miguela. Le habían buscado una casa para ocupar el
puesto de sirvienta. Nunca olvidó la tristeza que experimentó en
aquel cambio. Un pueblo tranquilo por el bullicio de una gran
ciudad. Una familia, una casa y un colegio por los quehaceres y
exigencias de aquellos señores, unas personas extrañas que mandaban
y exigían sin ninguna consideración. Tenía que superarse, aprender
las cosas para que no la despidieran. Cuando por la noche se quedaba
sola en su cuarto, lloraba de desesperación y de miedo. Sólo el
domingo por la tarde podía ver a sus hermanos que, mayores que ella,
le animaban y le alegraban. Con ellos visitó el parque del Tibidabo,
y juntos recordaban los días de su infancia.
Habían pasado cuatro años desde su
llegada a la Ciudad Condal. Ya había cumplido dieciséis años.
Mi madre se llamaba Silvestra.
Nunca le gustó ese nombre, así que cuando llegó por primera vez a
Barcelona, dio su segundo nombre de pila, que si bien es verdad que
tampoco le gustaba mucho, le parecía un poco mejor: Inocencia.
Dos hermanos se habían
independizado y pusieron por su cuenta una tienda de ultramarinos.
Mi madre se salió de sirvienta para ayudar a sus hermanos. Vivían
juntos y se llevaban muy bien. Pasaron otros dos años. Ya tenía
dieciocho y su primer amor. Se sentía enamorada y le correspondía.
Mientras tanto, sus tíos, con los
que convivió su infancia en el pueblo, estaban pasando un drama
familiar. Aquella sobrina que le usurpó el puesto, ya no tenía con
ellos la amabilidad de los primeros tiempos y muy pronto
comprendieron que lo único que le interesaba es que la dejaran
heredera. Esto enfrió las relaciones entre tíos y sobrina. Pero los
acontecimientos se adelantaron cuando esta sobrina, que había
quedado embarazada (no se supo de quien), quiso ocultarlo y tuvo un
niño que lo abandonó adentro de un cesto a la puerta de una casa de
campo, siendo cómplice un hermano. En un pueblo pequeño no se puede
ocultar una cosa tan grande, y cuando salió a la luz, los tíos se
llevaron un gran disgusto. Más que la deshonra era, abandonar a un
niño. No quisieron volver a verla y, al quedar solos, empezaron a
pensar en la pequeña sobrina que nunca les dio ningún disgusto.
Siempre se habían escrito, aunque de tarde en tarde. Ahora empezaron
a escribirse más a menudo. Cierto día, mi madre recibió una carta de
su tío comunicándole que su esposa se había quedado ciega y había
que operarla de cataratas. Fue a Barcelona donde la operaron. Salió
mal de la operación y se marchó peor de lo que llegó. De nuevo mi
madre se enfrentaba a otra prueba del destino. Sus tíos le
suplicaron que volviera con ellos, pero ella estaba echando raíces y
de nuevo se sentía feliz. Fue dejando pasar el tiempo, cada día se
lo planteaban más difícil. Le decían en sus cartas: "Recuerda que
cuando te quedaste sin padre, te acogimos y no careciste de nada, te
dimos cuanto estuvo a nuestro alcance. Fueron cinco años los que te
dimos sin recibir nada. Ahora te necesitamos. Confiamos en ti". Esto
podía más que sus fuerzas. Por un lado sentía el deber de pagar una
deuda y, por el otro, estaba empezando una nueva vida. Dudas y
luchas que le daban un cierto malestar y, por fin, sacrificó sus
sentimientos y su ilusión, para atender a los ruegos que tan de
veras le pedían. Y un buen día, con el corazón roto, hizo la maleta
dejando atrás todo lo que más quería. Aquel joven con el que
mantenía relaciones, no supo comprenderla ni atendió a razones.
Dolido por su amor, le prometió que si marchaba a vivir al pueblo,
él se marcharía a América, y así terminaron.
En el año 1900, el viaje de
Barcelona al pueblo era largo y penoso. Solo la mitad del trayecto
se hacía en tren. El resto se hacía con coches de caballos y luego,
a pie o montado en un mulo. Así llegó al pueblo una tarde de verano
una joven guapa y elegante que no encajaba en nada con todo el resto
de los habitantes. Los dos últimos años que estuvo como sirvienta,
fue con una buena familia y aprendió mucho de ellos. La señora la
apreciaba bastante y le enseñó muchas cosas, convirtiéndola en una
persona culta y educada.
Sus tíos, al ver que por fin había
regresado, lloraron de alegría, y esto fue suficiente para que ella
no se arrepintiera de haber venido. Tenía la esperanza de que las
cosas cambiarían y ella regresara a Barcelona. No podía imaginar que
el destino la había traído para siempre.
Las sombras de la noche con la
pequeña llama de un candil, la llenaron de pena y nostalgia. (Con)
su tío, bastante viejo, y su tía, completamente ciega, tuvo que
hacerse cargo de la administración de la casa. Cumpliría su
obligación, mas sus pensamientos estaban lejos. Esto era el motivo
(de) que pasaran los días y no saliera de casa, salvo para ir a
comprar y llevar el agua. Iban transcurriendo los días y los meses.
Sus tíos querían verla casada y hasta le proporcionaron algún
pretendiente, que ella rechazaba. Ninguno era de su agrado. Por fin
llegó mi padre, que estaba cumpliendo el servicio militar en la
Capitanía General de Barcelona. Tenían algo en común: los dos
conocían Barcelona. Para ella era un tema de conversación. Mi padre,
que tenía mucha simpatía y se enamoró de ella, terminó por
conquistarla. Le ofreció cariño, lo que ella tanto necesitaba.
Dos años más tarde, mis padres se
casaron. Se pusieron a vivir con sus tíos en la misma casa que hoy
es la mía [en Portell]. Mis abuelos paternos eran fabricantes de jabón, y mi
padre trabajaba para ellos. Mi madre
cuidaba a los viejos y atendía a todos los quehaceres. Así pasaron
unos años, y durante este tiempo a mis padres les nacieron tres
niños que se les morirían recién nacidos. Más tarde tuvieron dos
niñas, con dos años de diferencia. Estas sobrevivieron. Quizás sería
el cambio de sexo... Murieron sus tíos. De estos heredaron las
tierras y la casa, pero el dinero se había agotado todo. Mi padre
ganaba poco y mi madre miraba a sus niñas con preocupación, pensando
qué porvenir les aguardaba. El pueblo era mísero. No había medios
para ganarse la vida. Y pensó en su juventud.
Se hizo el propósito de luchar y
trabajar con algún trabajo digno que le proporcionara seguridad,
para que sus hijas no tuvieran que separarse de ella. Y supo luchar.
Empezó a trabajar de cero. Les costó un gran esfuerzo, pero cada día
(fue) superándose más. Mis hermanas Rosalía y Monserrat, ya de muy
temprana edad, ayudaban a mis padres. Ampliaron los telares,
fabricando otros artículos como pañuelos de bolsillo, sábanas,
delantales y paños de cocina. Estos
telares eran accionados a mano. El trabajo era todo artesano. Pocos
años después de nacer yo, ya tenían ocho o diez empleadas, que con
esta colocación se libraron de emigrar del pueblo. Para estas
jovencitas como a tantas otras, solo había un camino para ganarse la
vida: marchar a la capital como sirvientas.
(A) esta mujer la admiro como
madre, esposa y empresaria. Fue el árbol genealógico de una dinastía de industriales.
Sus tres hijas seguimos el camino que
ella había emprendido y, en la actualidad, todos sus nietos, hembras
y varones, ejercen esta profesión. En nombre de ella, van sus
memorias dedicadas para todos sus nietos y nietas descendientes de
sus tres hijas: Rosalía, Monserrat y Luisa.
CAPÍTULO 5
Volviendo a mi infancia, la
recuerdo perfectamente. No teníamos juguetes pero hacíamos
muñecos de barro, y de trapos. (Con) los primeros dineros que
gané trabajando en la fábrica a los nueve años, me madre me compró
una muñeca. Fue la primera vez que habían traído a vender juguetes.
Había una muñeca grande de porcelana muy bonita. Costaba seis
pesetas. Para entonces eso era un despilfarro, pero mi madre me la
compró como premio al trabajo que realizaba después de salir del
colegio.
Ya un poco mayor, o sea, a los
once años, mis ilusiones eran las vísperas de las fiestas
patronales: el sonido de los gaiteros, el bullicio de esos días festivos.
Otros días inolvidables era cuando hacían su aparición los comediantes en la plaza,
tocando sus trompetas y tambores. La
entrada solía ser de diez céntimos y los niños de cinco. Al
atardecer, el último trabajo era llevar los cántaros de agua de
la fuente. Si había escasez de agua y la espera era larga, esta
se convertiría en un lugar de recreo para jugar al escondite y al
marro. No nos importaba el frío. Más de una vez en invierno
llegué a casa con el cántaro cristalizado por el hielo. Para las
jovencitas, los domingos por la tarde eran muy aburridos. No nos
dejaban entrar al baile, ni teníamos ninguna distracción. Por eso
era raro el domingo que no hiciéramos alguna travesura. Recuerdo que
cierto domingo por la tarde se nos ocurrió de ir a robarle las
cerezas, en el campo del tío Palomo. Este señor era muy
meticuloso y si le llevabas la contraria tenía muy mal genio. Yo lo
conocía bien porque venía a trabajar las tierras de mis padres. Es
decir, que ni un momento hubiera deseado que nos pillara en su
cerezo. Pero este árbol se divisaba de bastante lejos. Aún no
habíamos cogido la primera cereza cuando oímos unos gritos:
"Ladrones, ¡ya os cogeré! ¡ya os he conocido!". De un salto salimos
de la finca y nos fuimos corriendo por otro camino que conducía al
pueblo. Ya fuera de su vista y de su alcance, respiramos. Si nos
hubiera cogido, era capaz de darnos unos azotes. Me entró miedo al
pensar que nos hubiera conocido, y (que) al día siguiente fuera a
protestar a mis padres. No me libraría de una buena reprimenda. Esta
vez había que pensar algo. ¡Ya está! Nos fuimos cada una a su casa y
nos cambiamos el vestido. Íbamos toda la pandilla de amigas,
volvimos al cerezo por el camino contrario. Eran dos caminos
paralelos que conducían al mismo sitio. Al pasar por delante del
cerezo, saludamos con la más aparente tranquilidad: "Buenas tardes,
¿está cogiendo cerezas?" Él nos miró asombrado. Nos vio de
diferentes colores y con la certeza de que llegábamos por primera
vez. "¡Qué cosa más rara! Hace poco rato he gritado a una cuadrilla
de chicas y hubiera jurado que erais vosotras, pero veo que me
equivoqué. Ya me extrañaba que fuerais capaces de quitarme algo,
sabiendo que si os apetecía, yo os las hubiera dado. ¿Queréis entrar
a coger?". "Gracias, señor", respondimos. "Las cerezas no nos
apetecen. Pasaremos por el prado a ver si hay flores". Nos fuimos
corriendo para que él no advirtiera la risa que llevábamos dentro.
Cualquier cosa nos hacía felices. ¡Nos conformábamos con tan poco!
¡Cuantas veces, al atardecer de
otro domingo cualquiera, nos escondíamos en el portal de una casa!
Atábamos un hilo fino a la punta de un pañuelo, lo dejábamos
a mitad de la calle y cuando alguien se agachaba para recogerlo
tirábamos del hilo. Pensando que el aire lo movía, lo seguían hasta
que comprendían que habían sido burlados. Esto eran cosas de
aquellos tiempos. Hoy ya no está dentro de nuestra cultura.
Algo digno de mencionar era la matanza del cerdo, que se
celebraba sobre los meses de diciembre
y enero. Se tenía en cuenta la luna para que no se estropeara la
carne. Durante todo el año habíamos seguido el engorde de un toro
y de un cerdo. Medio toro lo vendíamos y la otra mitad, y el
cerdo, nos los guardábamos para nuestro consumo. En la matanza nos
reuníamos toda la familia. Unos veinticinco o treinta, más o menos.
Mi padre, la víspera, había preparado la caldera, la leña y los
hierros. Recorría todas las casas de la familia para invitarles y
quedar a la hora prevista. Al día siguiente, a primeras horas de la
mañana, se llenaba la caldera de agua y se encendía el fuego. Los
hombres se preparaban para sacrificar el toro y el cerdo. Antes de
esto, tomaban un trozo de rollo y una copa de aguardiente. Había
trabajo para todos. Los hombres pelaban el cerdo encima de la mesa.
Otros quitaban la piel del toro. Los jóvenes alcanzaban los pucheros
[topins] de agua hirviendo. Y las mujeres limpiaban las
tripas que, por la tarde, servirían para hacer las morcillas,
los chorizos y longanizas. Los trabajos de los hombres
se terminaban a la hora de comer. Para ellos ya empezaba la fiesta.
A las mujeres, el trabajo comenzaba por la mañana y luego (seguía)
por la tarde. Cuando terminaban de hacer los embutidos y hervir las
morcillas, el trabajo se daba por terminado. Se cenaba y luego la
velada era alegre y familiar. Se tocaban las guitarras, se
bailaba y se jugaba a las cartas y otros juegos.
Muchas veces, en estas épocas,
había nieve. (Con) la matanza, aparte de que ya se tenía carne en la
despensa para comer, te librabas, por unos meses, de dar de comer a
los animales. Mi padre tenía la costumbre de darle la cena al toro
después (de) que cenáramos nosotros. El toro estaba fuera de la
casa, en el corral de la era. Como estaba sin luz, yo lo acompañaba
con una linterna. A mí esto me gustaba poco, pero mi padre se sentía
contento si yo lo acompañaba. Recuerdo que me decía: "Mira, hija
mía, ¡qué luna más hermosa!" (A esta luna de enero yo la comparo que
es la luna más clara del año). Era un soneto. Pero era verdad: las
estrellas eran más relucientes en aquellas noches frías.
Así transcurrió mi infancia feliz.
Después del casamiento de mis hermanas, llegaron los sobrinos, que
fueron para mí como los hermanos menores que no tuve, y los quise a
todos con locura. Con Rosita me llevaba ocho años, después, Aurora y
Clemente (yo ya tenía doce años), y tres años más tarde nació Amable
y, por último, Inmaculada.
CAPÍTULO 6
A los catorce años vi por primera
vez el tren, y el mar. Mis padres me llevaron a Castellón para las
fiestas de la Magdalena. Aquel mismo año estalló la guerra civil
española. Fueron tres años de mi vida que no he podido olvidar.
Una guerra que puede explicarse con varias versiones según en el
estado que la vivieses. Aunque por todos los lados, la guerra fue
cruel para todos, yo la describiré según la viví y la pasé. Quizás
por la escasa información de aquellos tiempos, o por el exceso de
trabajo, lo cierto es que yo nunca oí hablar de política y jamás vi
un periódico en casa. En aquel entonces solo había una radio en
todo el pueblo. Su propietario, el médico. Por esa radio se
enteraron todos los vecinos que había habido un golpe de estado,
desencadenando una guerra civil: españoles contra españoles. La
gente, con toda su ignorancia y buena fe, pensaba que solo afectaría
a las grandes ciudades. ¡Quién iba a pensar que en estos pueblos tan
pequeños, donde todos nos apreciábamos, íbamos a conocer la crueldad
de la guerra!
No tardó mucho sin que la guerra
hiciera su aparición. Todo cambió cuando empezaron a llegar coches
de milicianos, llevando como señal la hoz y el martillo, y un
pañuelo rojo al cuello. En la visera del coche, un letrero que
decía: "Los justicieros" [grup anarquista].
Cogieron al joven cura, lo
ataron y lo llevaron a la cárcel. Luego se lo llevaron y lo
fusilaron. [El cinctorrà Manuel Marín Querol?]
La guerra es cruel. Cambia los
sentimientos de las personas. Engendra odios. Y se mataba por
placer. (A) los que nos tocó la desgracia de vivir aquella década,
podemos contar cosas horribles, tanto en la guerra como en la
postguerra. Pasaron los primeros tiempos, la guerra seguía su curso,
y (a) los jóvenes los iban alistando para marchar al frente. En mi
casa seguíamos trabajando hasta que un día vinieron y nos
requisaron todo el género porque se necesitaba para los soldados.
Nos quedamos sin poder trabajar ya que los proveedores de hilo, o
bien habían cerrado, o trabajaban para el ejército. Nos quedamos sin
género y sin dinero. Tuvimos que trabajar la tierra, recriar
gallinas y conejos y otros animales, para sobrevivir y no pasar
hambre. A medida que el tiempo pasaba, escaseaban las cosas, tanto
de comer como de vestir.
El jabón era muy necesario
para la limpieza (los detergentes no existían). Mi abuelo fue
fabricante de jabón y mi padre conocía el oficio. El presidente del
partido Republicano contrató a mi padre con un pequeño sueldo, lo
suficiente para que pasáramos la guerra con menos privaciones. Nos
íbamos acostumbrando a vivir en guerra. Quizá mis padres no dirían
lo mismo, pero la juventud es tan bonita que ya lo encontrábamos
todo normal. De vez en cuando venía alguna compañía de soldados que
los llevaban a retaguardia a descansar; hacían baile en la plaza (y)
todas las jóvenes íbamos para alegrar a los soldados. Al mismo
tiempo, nosotras lo pasábamos muy bien. Respetando siempre la
honradez. De vez en cuando se recibía la triste noticia de algún
joven del pueblo que había muerto en el campo de batalla. Esto te
entristecía pero la vida seguía su curso.
Dos años habían pasado cuando la
línea de fuego se iba acercando. Los soldados de Franco iban tomando
posesión de todo. En mi casa se instaló el parque de
transmisiones del Gobierno Republicano. Requisaron dos
habitaciones y se instalaron en ellas cuatro oficiales con
graduación. Ellos traían la comida y mi madre les cocinaba. En sus
horas libres, querían olvidarse de la tragedia que se avecinaba y a
veces cantaban. Yo tenía dieciséis años. Mis padres nunca se
separaban de mi lado, pendientes de que no me ocurriera nada malo.
Así pasamos dos meses hasta que las tropas enemigas se iban
acercando a pasos gigantescos. Cuando llegaron a la Creu del
Gelat se atrincheraron, dirigiendo los cañones a lo alto de
las Cabrillas, donde se parapetó la otra línea de fuego. Después
de tocar retirada huyeron todos los soldados y el pueblo quedó
vacío. Portell quedó al medio de los dos frentes: la Creu del Gelat
y las Cabrillas, los dos cerros más altos. Los cristales retumbaban
al ruido de los cañones. La gente estaba aterrada y se escondían en
sus casas. Pero mi amiga Damiana y yo, sin hacer caso a las
advertencias de los padres, salimos a olfatear por la calle del
Portal. Recuerdo el silbido que hacían los proyectiles cuando
pasaban por encima de los tejados. Dos días estuvimos entre las dos
líneas de fuego. Era el siete de mayo de 1938.
Todo el día había estado nublado
y, al atardecer, empezó a caer una lluvia torrencial. Al
medio día, las tropas Nacionales ya habían ocupado Portell,
pero ante aquel manantial de agua no podían avanzar. Diez mil
soldados, entre ellos muchos moros, se refugiaron en el pueblo.
Ocuparon todas las casas vacías, pajares y casetas de campo. El
resto, en las tiendas de campaña. Era tanta el agua que caía que la
artillería dejó de tirar. Los oficiales con graduación llamaban a
las casas para que les dieran refugio. En la nuestra vinieron dos
capitanes con sus asistentes moros. Exigieron dos habitaciones.
Cedimos las mismas que habían quedado vacías de los soldados
anteriores
No teníamos luz eléctrica. Nos
alumbrábamos con un candil [cresol] y una bujía. En la
retirada (los republicanos) volaban los puentes y arrancaban los
hilos de la luz. Once meses más duró la guerra. Durante este
tiempo seguimos recriando animales y trabajando la tierra. Yo me
ganaba algún dinero bordando en la máquina. Finalizada la guerra,
los pocos ahorros que nos quedaban nos salieron de las series
falsas que lanzaron durante la contienda. Nos quedamos sin un
duro. Aún podíamos dar gracias a Dios porque no tuvimos que llevar
luto de guerra, que pocas familias lo podían decir. No se nos murió
ningún familiar cercano.
Cuando esto ocurría, yo ya tenía
diecisiete años. Era la primera quincena de abril del treinta y
nueve. Empezaron a regresar los jóvenes soldados que habían
sobrevivido. El pueblo ya tenía gente joven, que es la que engendra
alegría. Yo tuve mis primeros amores. Fueron pasajeros (y) muy
pronto quedaron en el olvido.
A los diecinueve años ya me
prometí con el hombre que más tarde sería mi esposo. Se llamaba
Miguel. Era inteligente, con mucha personalidad. Empezó a cursar los
estudios en el colegio de los Salesianos de Valencia (sus padres se
encontraban en buena posición y podían costearle una carrera). Pero
su vida fue muy distinta cuando al final de la guerra se quedaron
arruinados, pues el capital lo tenían en préstamos, dinero que les
fue devuelto con las series falsas. Tuvo que cambiar los estudios
por el trabajo. Él y yo, aunque no teníamos ninguna vinculación,
crecimos como si fuéramos primos. La hermana mayor de mi padre, se
casó con un viudo, padre de una niña (la que luego fue mi suegra).
Esta creció con mi padre como si fueran hermanos y así fue siempre.
Cuando me bautizaron, fue mi padrino el que más tarde sería mi
suegro. Mi padre también fue el padrino de mi esposo. Nunca pensaron
que llegarían a ser consuegros. Esto les hizo recordar que cuando
teníamos cinco o seis años ya fuimos "novios": Cierto día nos fuimos
Miguel y yo a casa del Sr. Cura, para que nos casara. Era la hora de
la siesta, en pleno verano. La criada se asomó al balcón y después
de escuchar nos dijo: "Ahora el señor cura está durmiendo pero aún
sois demasiado pequeños para casaros. Cuando seáis mayores ya
volveréis". Nos fuimos a la plaza. Había un fotógrafo ambulante. La
abuela Teresa tuvo el gusto de que posáramos y nos hicieron una
fotografía que aún la conservo en el álbum.
Volviendo a mi noviazgo, nadie
sabía que nos habíamos prometido. Con el parentesco, nuestras
relaciones aparentaban normales. Miguel se marchó de viaje por la
parte de Gerona, en compañía de su padre, y cual no sería la
sorpresa de este cuando le pidió dinero para comprarle un regalo a
su novia. Entonces se enteró que la prometida de su hijo era su
ahijada. Aquel regalo me hizo muchísima ilusión. Era un reloj de
pulsera, sencillo pero muy bonito. Fui la primera mujer que en el
pueblo presumiera de un reloj, que para mí fue más que una joya.
Miguel se marchó a cumplir el servicio militar, que duró más de dos años.
Durante este tiempo, mis padres me dieron
cuatro telares accionados a mano. Busqué una casa en alquiler y en
el piso más alto empecé a hacerlos funcionar. Contraté a tres
operarias y fabricaba pañuelos de bolsillo. Mis padres,
desilusionados con los negocios, al final de la guerra ya no
quisieron saber nada de la fabricación. Mis hermanas, cada una por
su lado, iniciaron su propio negocio. Mis padres me dieron para mí
todo lo que ganaba, con la condición (de) que yo, a partir de
entonces, corría con todos mis gastos, incluida mi boda. Esto fue el
primer indicio que yo empecé como empresaria. Aprendiendo
tres cosas fundamentales: a saber comprar, saber vender y cómo
ahorrar.
Tres años duró nuestro noviazgo.
El día nueve de enero de 1947, en la Iglesia parroquial de Portell,
nos unimos en matrimonio. Esta unión fue del agrado de toda la
familia. Celebramos una boda espléndida, con muchos invitados
a la usanza del pueblo de aquellos tiempos: desayuno, comida y
cena. Suprimimos la luna de miel. El dinero debíamos guardarlo
para ampliar el negocio. Un año había pasado cuando conocí la
alegría de haberme quedado embarazada y la desilusión de perderlo
por un aborto. Poco tiempo después volví a quedar en estado y a los
tres meses lo volví a perder. Estuve gravemente enferma. Una
hemorragia hizo peligrar mi vida. Cuando ya me iba recuperando
empecé a sentirme triste por la pérdida del segundo hijo frustrado.
Era por Semana Santa. La víspera de pascua, mi esposo Miguel me dio
la sorpresa con un regalo. Me compró lo único que sabía que me hacía
mucha ilusión: una radio. Solo había dos más en el pueblo.
Era toda una novedad. El aparato era grande, de mueble de madera,
como si fuera un televisor. Tanta alegría me hizo al verlo que gran
parte de mi tristeza se marchó. Pasamos las pascuas con la más
completa armonía. Mis hermanas Rosalía y Monserrat con sus esposos
Eustaquio y Lázaro; las hermanas de Miguel, Victoria y Teresita,
también con sus maridos Segis y Ricardo; la abuela Teresa y los
padres José y Silvestra; y Amador y Manuela. Éramos una familia que
estábamos continuamente juntos. La tarde de Pascua nos comimos la
merienda todos reunidos en nuestra casa. Mi salud no estaba lo
suficientemente fuerte para salir al campo y celebramos la
inauguración del aparato de radio.
En aquel entonces, la emisora de
radio favorita y la que se oía mejor era Radio Andorra. Varias horas
emitía solo discos dedicados con las mejores canciones. Pasé una
tarde inolvidable. No podía imaginar que antes de un año morirían
dos de los que estábamos allí reunidos. La primera fue mi madre.
Murió de un ataque cerebral el día ocho de junio de ese mismo año, a
los sesenta y tres años (estábamos en 1949). Fue el primer golpe de
dolor que recibía. Creía que no podría soportarlo. Ignoraba que en
mi destino me aguardaban muchas fechas dolorosas que marcarían mi
vida. El día 25 de marzo de 1950 murió mi cuñado Segis, a los 37
años, dejando viuda a Victoria con una hija de tres años (Luz). Toda
la familia se llenó de luto y dolor. Dos años después, el día 2 de
septiembre de 1952 moría a los doce años mi sobrina Antonieta, hija
de Ricardo y Teresita. Otros dos años y perdí a mi padre, el 27 de
agosto de 1954. Fueron unos años de tristeza y desesperación. Aún no
nos habíamos repuesto de una pérdida (y) ya teníamos que lamentar
otra. Yo estuve muchos años que siempre vestí de negro.
CAPÍTULO 7
Retrocedo cuatro años para
recordar el nacimiento de mi primera hija. Fue el 24 de febrero de
1950. Vino al mundo prematura, con ocho meses. Pesó dos kilos y
medio. Le pusimos por nombre María Luisa. Nació en Portell, en la
calle Mayor, nº 25. Hacía mucho frío. Los primeros quince días los
pasó al calor de la cama junto a mí. Yo no me levantaba. Solo con
buenos cuidados podía salvarse. Allí no había incubadoras ni estaban
las casas acondicionadas, pero gracias a Dios, no tuvo ninguna
complicación y muy pronto fue aumentando de peso.
Yo seguía siendo la pequeña de la
familia durante los primeros tiempos de maternidad. Recibí toda la
ayuda y cuidados, tanto de mis hermanas como de mis cuñadas, que se
desvivían por ayudarme, y los mimos y las caricias que recibía de mi
esposo. Sin contar con los desvelos de la madre de Manuela. Aunque
había perdido a mi madre, ella hacía por las dos.
Hasta los tres meses yo no le
cambié los pañales a la niña. La madre [abuela] se cuidaba de
hacerlo. En los años cincuenta, los niños aún se vestían con aquel
montón de pañales y se enrollaban con dos fajas a modo de vendas. Se
necesitaba destreza y buen tacto. A mí me parecía que si lo hacía la
madre Manuela, la niña se sentiría mejor. Tenía la ventaja de vivir
cerca. Solo había que cruzar la calle. Igualmente cuando Miguel se
encontraba de viaje, me pasaba allí a comer. Entonces solo se
cocinaba con leña, y para mí sola no merecía la pena encender el
fuego. Lo mismo hacía con la leche de la niña.
Pasaron dos años. El pequeño
negocio iba creciendo y empezamos a construir una nave para
montar telares mecánicos. Luchas, desvelos... Al fin logramos
tener una fábrica en marcha, con el personal adecuado. La razón
social era: Miguel Marín, Fábrica de Tejidos. Nos
distribuimos el trabajo: Miguel se cuidaba de las ventas y la
facturación (y) yo de la dirección de la fábrica y los tejidos.
El día 22 de noviembre de 1953 di
a luz a un niño. Nuestro hijo nació en la misma casa que su hermana
y asistido por el mismo médico, Dr. Julio. Lo bautizamos con el
nombre de José Miguel. Pesó tres kilos y medio. Tuvimos todos mucha
alegría. El padre [abuelo] Amador estaba muy contento porque
este nieto era el sucesor del apellido Marín.
CAPÍTULO 8
Cuando mi padre José empezó a
enfermar del corazón, nos mudamos a vivir a su casa, la que ahora es
la mía, y su ilusión era tener a su lado, en la cama, a su pequeño
nieto. Esto era solo durante el día, mientras yo atendía al trabajo.
Durante la enfermedad de mi padre, las tres hijas lo cuidamos por
igual, con cariño. Fue un enfermo muy agradecido y no perdió nunca
su buen humor. A pesar de ver que se veía cerca de la muerte, le
gustaba que sus nietas Rosita y Aurora cantaran y bailaran en su
habitación. Un caso poco frecuente.
Volviendo la vida atrás, recuerdo
que después de la muerte de mi madre, mi padre se quedó a vivir solo
en la casa. Nosotras, las hijas, nos cuidábamos de la limpieza y su
aseo personal. Por la noche se quedaban a dormir con él los nietos
Clemente y Amable, hijos de Rosalía. Si por alguna circunstancia no
podían ir, Monserrat y yo lo solucionábamos para que no se quedara
solo. Era muy miedoso y no hubiera resistido la soledad de una
noche. Lo hacíamos todo muy a gusto. Nunca nos resultó, para
nosotras, ninguna carga. Nos quedaba la satisfacción de reunirnos
hijos y nietos, para comernos la conserva que él tenía preparada
para nosotros. Celebrábamos aquellas cenas junto al padre en la más
completa armonía.
Las desavenencias de los hermanos,
por lo general, suelen venir cuando se reparte la herencia. (Para)
nosotras fue todo lo contrario. Fue entonces cuando yo valoré más
los sentimientos de mis hermanas. A mí me dieron la parte que más me
gustaba: la casa, a pesar de que a ellas también les hubiera gustado
conservarla, pero como ya tenían las dos casa propia, querían que yo
también la tuviera.
A veces, los padres tienen por
algún hijo alguna distinción, sea porque piensan que alguno de ellos
ha trabajado más en beneficio de los padres y creen que han obrado
bien. Analizar esto ya recae sobre la conciencia de los buenos
sentimientos del favorecido. Menciono esto porque mi padre le dio a
Rosalía veinte mil pesetas, que por los años cincuenta era bastante
dinero. Pensó que había sido la mayor y su carga fue más pesada.
Monserrat y yo nunca nos hubiéramos enterado a no ser por ella, que
en su momento nos lo hizo saber, devolviéndonos la parte que nos
correspondía. Este gesto de hermandad nunca lo olvidé. Rosalía
estuvo, muchos años, delicada de salud. Ni un solo día le faltó mi
visita ni la ayuda que yo podía prestarle.
Volviendo a las herencias, puedo
decir que mi esposo Miguel, con sus hermanas Victoria y Teresita,
dieron todo por bien hecho (sobre) las particiones que hizo su padre
antes de morir. Ninguno tuvo envidia ni deseó la parte del otro.
Todos quedaron contentos. ¡Cuanto desearía que mis hijos, cuando
llegue ese momento, sepan imitar a sus padres y sus tías!
CAPÍTULO 9
Había transcurrido el tiempo y
llegamos al año 1958. Durante este periodo todo era normal. Los
niños ya iban al colegio. Seguíamos trabajando y disfrutábamos con
las reuniones de amigos como es habitual en el pueblo. De vez en
cuando hacíamos algún viaje a Barcelona, siempre relacionado con el
negocio. Eso no quería decir que no fuéramos a presenciar alguna
corrida de toros y, por la noche, visitar un espectáculo en el
Paralelo. Los viajes solíamos hacerlos de sábado a lunes. En
nuestros viajes, rara vez íbamos solos en nuestro coche. Siempre
había tres asientos vacíos para algunos familiares o amigos. Mi
marido tenía el don de agente comercial. Sabía introducir el
artículo de sus fabricados con la mayor facilidad y llenar la
carpeta de pedidos de nuevos clientes. Nuestra fábrica se le
quedó pequeña. La política de entonces prohibía ampliar el ramo
textil. Para conseguirlo era preciso comprar otra (fábrica) que
estuviera legalizada. Compramos una fábrica en Castellón, solo
con el propósito de trasladarla a Portell. Nunca nos había
pasado por la imaginación abandonar el pueblo. No son los deseos
sino el destino lo que te marca la vida. Lo que ignorábamos nosotros
era que, para trasladar una industria a otra población, había que
indemnizar a los trabajadores, que por cierto, eran quince, y con
muchos años de antigüedad. Nosotros no podíamos correr con todos los
gastos, a parte de los que supondrían los del traslado. La fábrica
estaba comprada y no podíamos dar macha atrás. Muchos quebraderos de
cabeza nos llevó esta decisión. Yo no quería abandonar el pueblo ni
la familia.
Por fin, decidimos buscar un
encargado, que a la vez haría de mecánico. Él haría funcionar la
fábrica en Castellón y yo cuidaría de la de Portell. Y Miguel
viajaría de un lado para otro. Visto así estaba bien organizado, a
no ser por los problemas que surgieron. Los artículos que
nosotros teníamos que fabricar eran en combinación de colores,
un trabajo muy diferente a los que los trabajadores estaban
habituados. El problema que representaba la combinación de los
dibujos, mi esposo lo ignoraba, porque nunca había hecho este
trabajo. Así es que cuando contrató al encargado, estos detalles
pasaron por alto. Este era de Cinctorres. Clemente, un joven muy
trabajador y honrado. Sabía manejar los telares pero de la
preparación no sabía nada. Por eso, cuando mi esposo fue a pagar la
primera semana y ver cómo funcionaba, se encontró con la sorpresa
(de) que no habían hecho nada. El mecánico se desvivía por poner los
telares a punto. Pero luego se habían de pasar peines, púas y poner en el
urdidor los dibujos del tejido. No
había nadie que supiera nada de eso y se pasaron la semana con los
brazos cruzados. Para comprar esta industria habíamos pedido el
dinero prestado, y con pocas semanas como esta se nos iba todo al
traste. El sábado por la noche, Miguel llegó a casa en Portell.
Venía con una decisión: yo debía marcharme a Castellón para llevar
la dirección de la fábrica. Los niños se quedarían con sus abuelos.
Quedé aturdida sin saber qué contestar. Nunca me había separado de
los niños ni había viajado sola. Me asustaba la ciudad. Y por
último, no deseaba marcharme de Portell. Después de reflexionar un
momento, decidí que por encima de todo esto, mi obligación era
ayudar a mi esposo y llevar la empresa adelante. Así fue como el
lunes, a las seis de la mañana, cogí la maleta y, con el coche
correo, me dirigí a Castellón. Durante el viaje, a menudo me secaba
las lágrimas. Me invadía una gran tristeza. No lo podía remediar. En
mi interior pensaba: "Si estamos tan bien, ¿para qué nos enredamos
con la compra?" No había respuesta. Habíamos nacido para la lucha y
la aventura, donde solo encuentras quebraderos de cabeza y
preocupaciones.
Llegué a la Estación de Autobuses.
Allí me estaba esperando Clemente, el encargado. Después de darnos a
conocer y saludarnos, me cogió la maleta y nos dirigimos a la
fábrica. Me comportaba como una pueblerina. El trayecto que nos
separaba de la estación a la calle Joaquín Costa me pareció que
nunca lo aprendería. La replaza de la Farola, mis ojos la veían más
grande que si hoy veo la plaza de España en Barcelona. Sin embargo,
cuando crucé el umbral de la puerta de la fábrica (y) me vi entre
los telares y las trabajadoras, ya no era la misma persona. Me
desenvolví con soltura. Les hablé del trabajo y del comportamiento
que debíamos tener por ambas partes. Fui amable con ellas y de la
misma manera me correspondieron. Organicé el trabajo y aquella misma
tarde ocuparon cada una su sitio. Cuando por la noche me instalé en
la Posada San Juan, en la plaza del Rey, cenando sola en una mesa
rodeada de desconocidos, volvió a entrarme la tristeza, y más aún
cuando me fui a la habitación de dormir. Era una sala grande, con
una cama de matrimonio alta y antigua. La primera vez en mi vida que
dormía sola. El miedo no me dejaba dormir. La cerradura estaba medio
rota. Me pasaba todas las noches, pendiente de los pasos y los
ruidos. Al cabo de quince días vino Miguel a verme. Yo trabajaba
todos los días un montón de horas y parte del domingo. Había que
trabajar duro para ponerlo todo al corriente. Miguel entró en la
fábrica y se sintió satisfecho del trabajo que habíamos realizado.
Llegamos al a conclusión (de) que yo debía de quedarme en Castellón,
buscar una casa para poder bajarme los niños.
El asunto de la vivienda estaba
muy difícil. Un domingo por la tarde fui a visitar una familia de
Iglesuela que conocí en Portell. Vivían en la calle Alloza. No supe
disimular la añoranza que sentía lejos de mis seres queridos. La
señora Asunción era viuda, con tres hijas: Sabina, Josefina y María
Pilar, que oscilaban entre los trece y dieciocho años. Les hablé de
los motivos que me obligaron a venir aquí. Una hora después que me
había marchado de allí, cuando estaba empezando a cenar, recibí la
visita de las dos hijas mayores, Sabrina y Josefina: "Sra. Luisa",
me hablaron sin ningún rodeo, "La mamá nos ha mandado para decirle
que se venga con nosotras a comer y dormir hasta que usted encuentre
casa y se lleve a su familia. Nosotras estaremos muy contentas de
que acepte nuestra invitación". Vi tanta sinceridad en sus palabras
que no vacilé un momento. Fui a recoger las cosas, pagué la cuenta y
otra vez con la maleta me fui con ellas. Esto fue lo mejo que me
podía suceder. Se me terminaron las veladas y las noches largas. Se
me portaron muy bien, como si fueran mi propia familia. Todas eran
jóvenes y nuestras charlas siempre alegres y divertidas. Nunca lo he
olvidado. Ya no me sentía triste en Castellón. Empecé a conocer
gente y hacer amistades.
Por fin, a los dos meses, encontré
una casa. Estaba en la Plaza Real, con planta baja y dos pisos. Tuve
que compartirla durante algún tiempo con el encargado y su familia,
hasta que estos encontraron vivienda. Me instalé con unos muebles
sencillos. Solo lo preciso para vivir decentemente. Nada quise tocar
de la casa de Portell, así me hacía la idea (de) que no me había ido
del pueblo. Marisa entró a estudiar al colegio de la Consolación y
José Miguel a las Escuelas Pías. Durante la semana estábamos en
Castellón; sábados y domingos, en Portell. Miguel, la mayor parte de
los días laborables salía de viaje. Los fines de semana
disfrutábamos de la vida familiar. No me quedó tiempo para sentir
añoranza de la familia. Con al menor excusa, ya bajaban para estar
con nosotros, y muchas eran las familias del pueblo que cuando
bajaban a visitar algún especialista... Nuestra casa era el refugio
de todos.
El año 1958 me saqué el carnet de
conducir. Fui la quinta mujer en Castellón que se matriculó en la
autoescuela de conductores. No fue un capricho; formaría parte
del trabajo. Conduciría por obligación. Nunca tuve afición ni fui
una excelente conductora.
El día 15 de mayo de 1958, Marisa
tomó la primera comunión en la iglesia parroquial de Portell.
Participamos en la comida toda la familia. José Miguel la tomó el
tres de junio de 1962 en la parroquia de la Trinidad de Castellón.
Por el reciente luto de la madre [abuela] Manuela,
compartimos la mesa los más precisos en un sencillo restaurante de
aquí de Castellón. Charito había nacido el once de mayo de 1961 y
tomó la comunión el día 23 de mayo de 1968 en la capilla de la
Consolación. Hicimos un gran banquete en el Club Náutico. Esto son
fechas que en el calendario de mi vida quedaron marcadas. Unos días
buenos, otros mejores... y días peores. Si del año 1949 al 1954
tuvimos que lamentar cuatro pérdidas irreparables, del 1960 al 1970,
los días fúnebres recaían como un maleficio sobre nuestra familia.
Esta década batió el récord de dolor:
El día 3 de marzo de 1960 fallecía
mi hermana Monserrat, madre de Aurora e Inmaculada. Murió de un
derrame cerebral a los 47 años de edad.
El día 8 de diciembre de 1961
fallecía la madre Manuela a los 64 años.
Dos meses después, el día 8 de
febrero de 1962, moría la abuela Teresa. Esta ya tenía 82 años.
Pero el 28 de noviembre de 1962
fallecía Rosita, mi sobrina, a los 32 años.
El día 11 de enero de 1966
falleció mi tía Consuelo, hermana de mi padre, a los 70 años.
El día 8 de febrero de 1967
fallecía el padre Amador, a los 71 años.
El día 28 de marzo de 1968
fallecía mi cuñado Lázaro, viudo de Monserrat.
El día 5 de junio de 1969 falleció
mi esposo Miguel, a los 46 años.
El día 4 de noviembre de 1970
falleció mi tío Gabriel, padre de mis primos Miguel y Ramón, a la
edad de 75 años.
La familia quedó reducida después
de lamentar nueve muerte en diez años. Casi todos tuvieron muertes
repentinas. Se terminaron aquellas reuniones familiares y la
costumbre de las matanzas. Pero la vida sigue y los que van naciendo
llenan los vacíos de aquellos que se fueron y solo viven en el
recuerdo.
CAPÍTULO 10
Retrocedo al año 1960. Este año
compramos el piso de la calle Joaquín Costa que tres años más tarde
vendimos a Victoria, después de habernos comprado el que ahora estoy
viviendo. Estrenar estos dos pisos formaron parte de las mayores
ilusiones de mi vida, quizá porque el dinero invertido había sido
ganado con muchos esfuerzos y valoramos más el fruto recibido. Mi
hermana Rosalía y su marido compraron otro en esta misma finca y se
bajaron a pasar todos los inviernos. Después del fallecimiento de la
madre Manuela, el padre Amador y su hija Victoria se bajaron a vivir
aquí a Castellón, en el piso que nos compró, cerquita de nosotros,
para compartir la vida con su hija Luz. Hasta entonces vivía con
nosotros para poder estudiar; ahora ya ejercía la profesión de
ayudante administrativa. El padre Amador vivía con su hija y su
nieta. Los domingos y fiestas, compartía la mesa con nosotras.
Siempre estuvimos unidas. Charito iba al colegio, su abuelo Amador
iba todos los días a recogerla.
Los meses pasaban y se terminaban
de diferentes maneras: lágrimas por los que perdíamos y alegrías por
los que nacían. Este laberinto que nos envuelve, dando paso a mil
cosas distintas. Así transcurrieron estos años, hasta que el día
cinco de junio del 69 falleció mi esposo Miguel. Un infarto cardíaco
acabó con su vida mientras jugaba un partido de pelota. No podría
describir con palabras todo lo que pasé y sufría a raíz de la muerte
de mi esposo. Prefiero que estas páginas queden en blanco.
Recibí ayuda de toda la familia,
tanto moral como material, igual de (la) parte de mi esposo como de
la mía. Cada uno a medida de sus fuerzas. Me encontraba a la edad de
cuarenta y siete años. Mi hija Marisa tenía poco más de diecisiete,
José Miguel, con sus quince años, estaba cursando sus estudios.
Charo tenía nueve años. La razón social de la empresa se llamaba Marín y Segura, y
tenía cuarenta y seis trabajadores en la
nómina. Yo debía de hacer frente a todo eso. Entonces fue cuando me
puse a prueba mis conocimientos empresariales, siempre contando con
el apoyo de mis hijos. Cargué con toda la responsabilidad de la
dirección de la empresa. Los fabricantes del mismo ramo no veían con
acierto mi decisión. En los años setenta, aquí en España, aún se
dudaba de la capacidad de la mujer para ocupar puestos directivos.
Con el tiempo, les pude demostrar que estaban equivocados. El
marcado textil español se estaba renovando. Los tejidos de sábanas en blanco, y crudo de
algodón, estaban en decadencia. Los
colores y estampados de tergal estaban en primera línea. Para
hacer frente a este mercado, el fabricante había de lanzarse a
duplicar la producción. Solo así se conseguía abaratar el coste de
la estampación y poder luchar con la competencia.
Muchos fueron los fabricantes que
hicieron marcha atrás. Yo, para poder conseguir mis propósitos, compré la fábrica de
Miguel Traver, en las Cuevas de Vinromá. La de
José López en Almazora y la de Luis Colom, que funcionaba en la
calle Císcar, esquina Prim, aquí en Castellón. Antes había comprado
un terreno en la carretera (de) Ribesalbes, donde construí una
nave industrial. Una vez absorbidas todas estas fábricas,
centralicé todas las máquinas y telares en esa misma nave,
situándose esta empresa, en tejeduría, en el número uno en Castellón
y su provincia. Mientras tanto, me había sabido ganar la confianza,
el respeto y la admiración de la mayoría de los que pertenecían al
ramo textil. (Ya) era conocida por todos, bien personalmente o por
referencias, quizá fuera el motivo porque no se conocía ninguna
fábrica de tejidos en España en aquellos tiempos (en la) que la
gerente la llevara una mujer.
Han transcurrido once años. Yo ya
tengo cincuenta y ocho. Me encuentro con los mismos conocimientos y
mucha más experiencia, pero mis hijos ya se han hecho mayores y
tengo que tomar una decisión. Cada uno a su manera están dispuestos
a hacerse cargo de todo. A los tres por igual les traspasé mis
poderes y les hice entrega de toda la empresa. No me reservé ninguna
opción de mandato. Yo me desentendía de todo y los dejé en completa
libertad. Todo lo que sucediera en el futuro, tanto los éxitos como
los fracasos, ya no me pertenecían. Todo quedaba en manos de una
nueva generación, y con un deber cumplido, dejo por finalizado este
capítulo de mi vida empresarial.
Libre ya de responsabilidades,
concentro mis ideas y mi tiempo en otras actividades que, aunque no
den provecho, están dentro de nuestra cultura. He convertido un
campo y un cobertizo, en un jardín y un anticuario, parecido a un
museo. Allí se pueden ver antiguos telares en funcionamiento y los
elementos complementarios de la preparación y sus tejidos. Se
guardan utensilios caseros y aperos de labranza. Son muchas las
horas que he dedicado a todos estos trabajos. He ayudado a plantar
los árboles y los rosales. En la fachada hay un letrero que dice "La
Rosaleda". Esto está en Portell de Morella.
En mis ratos libres, una de mis
aficiones fue siempre escribir poesías, pequeñas novelas y relatos.
Ahora que disponía de tiempo, lo aprovecharía en hacer algo mejor.
Escribiría un libro del pueblo (en) que yo nací. Su contenido
sería (de) cien años de historia, la transición de un siglo.
Lo puse en práctica y el libro quedó terminado. Lo hice
desinteresadamente, solo por el afecto que tengo al pueblo y sus
habitantes. La reacción de casi todos los vecinos y descendientes,
que residen en otras provincias, fue del mayor interés por conseguir
este libro. Recibiendo los elogios de muchos de ellos. Estoy muy
agradecida de haber nacido en este pueblo. Un pueblo es como una
gran familia, que riñen, se pelean, pero a la hora de la verdad,
todos se ayudan.
Han transcurrido nueve años desde
que empecé a escribir las primeras páginas de mis memorias. Me miro
al espejo, contemplo mi cara vieja y demacrada. ¡Qué aprisa ha
pasado el tiempo, desde que yo era la pequeña de la casa! Ahora,
aparte de algunos primos, Victoria, Teresita y yo somos las únicas
supervivientes del seno familiar de nuestra generación. Nos dejó
también mi hermana Rosalía, su esposo Eustaquio, siguiéndoles
Ricardo, esposo de Teresita.
Pero el tiempo sigue y llega la
navidad de 1991. Preparo la comida para festejar tan memorable día.
Somos trece en la mesa, representando a tres generaciones: mis
hijos, Marisa y su esposo Juan; Charo y su esposo Ignacio; José
Miguel, que aún mantiene su soltería, y mis nietos, Marisa, Juan,
Nacho, Miguel, Verónica, Arancha y el benjamín de la familia, que se
llama Javier. Reflejado en este entorno está el pasado, el presente
y el futuro.
Hasta aquí han llegado mis
memorias. Cierro estas páginas a primeros del año 1992. Voy a
cumplir setenta años, los suficientes para dejar constancia de lo
que ha sido mi vida. Terminaré recordando aquellas frases que
escribió un poeta: "La mujer que durante su vida tiene un hijo,
planta un árbol y escribe un libro, tiene su deber cumplido".
[CAMAÑES, Luisa (1992): Mis memorias. Imprenta Rosell. Calle Benicarló, 5. Castellón.]
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